En cualquier deporte decente gana el que anota más; más goles, en el caso del fútbol. La estrategia, entonces, es simple: se trata de hacer más goles que el adversario. Y el equipo que lo haga sistemáticamente será coronado como campeón. ¿Un justo campeón?
Imaginemos un disparatado mundial de fútbol en el cual los equipos juegan, como siempre y como en este Mundial, al juego de hacer más goles que su adversario, de modo que el algoritmo descripto en el párrafo anterior produce un “campeón”. Con goles mágicos o no, con ayuda de referís bomberos o no, con mística de equipo o no, con un líder natural o no. A los fines de dirimir si el campeón es justo se procede a pedir la opinión de un justo tribunal integrado por sabios. Concédame el lector en este punto, por favor, la suspensión de la incredulidad que pedía a gritos Samuel Taylor Coleridge y no me discuta mucho si dicho tribunal existe o puede existir, porque de lo contrario este relato terminaría ahora mismo. Este tribunal, sobre la base de discusiones y acuerdos, y a la luz de los cotejos disputados, de estadísticas y algoritmos computacionales, de sólidos argumentos, elige un justo campeón que, como el lector habrá adivinado, puede o no coincidir con el campeón.
Lo bello del “deporte bello” (como los estadounidenses llaman al soccer/fútbol) es que el resultado futbolístico es una extraña mezcla de talentos y suertes, de algo que es sistematizable y predecible y de algo que no, y que a falta de un nombre simpático tendemos a llamar suerte. Si el fútbol no tuviese ese carácter no sistematizable sería un aburrido pasatiempo como el crucigrama dominguero de un diario. Lo bello del fútbol es que si bien todos contemplábamos la posibilidad de que Holanda le ganara a España en la primera ronda del torneo, nadie (nadie) sospechaba el 5 a 1 favorable a la tierra de Máxima y Guillermo. Ni tampoco que Irán, un débil oponente a decir de las estadísticas, iba a complicar tanto a un rival de fuste como la Argentina. Ni mucho menos la genialidad de Messi que, en tiempo de descuento, dio (¿justa?, ¿injusta?) victoria a nuestra parcialidad.
Hace poco publiqué el libro Qué es (y qué no es) la estadística, una larga diatriba coloquial sobre la relevancia de la estadística. Y este texto parece borrar con el codo lo que las 200 páginas de ese libro sugieren: que los datos y las estadísticas son una parte clave de nuestra vida. Pero no. Y justamente ahí radica la belleza del fútbol y de cualquier otro deporte decente: que lo sistematizable y predecible convive con aquello que no podemos explicar. Ni lo sustituye ni lo compensa: simplemente lo acompaña. A veces lo perjudica, a veces lo confunde y a veces lo salva. Pero como en cualquier emprendimiento digno, el resultado es una combinación inseparable de sistematizaciones y suertes, de esfuerzos y talentos. De aquello que es captable por la estadística, los comentaristas y los analistas de fútbol, y aquello que no. Lo que hace que el fútbol logre parar a todo el mundo es, justamente, que si bien es altamente probable que gane el mejor, esto no es necesariamente cierto. Que el diablo meta su cola no quiere decir que una selección no entrene, no intente captar a sus mejores jugadores o técnicos. Que las estadísticas y los análisis no alcancen no quiere decir que sobren.
El justo campeón será el más esforzado, el más táctico, el más trabajador. Al mismo se le habrán descontado los favores espurios de un árbitro falaz y los goles de chiripa y, por el contrario, las excelentes jugadas que terminaron marradas por milímetros le serán contadas como goles. Como en American Idol o como en “Bailando por un sueño”. El justo campeón va a la ruleta, juega al colorado el 32 y cuando escucha que el crupier grita “colorado el 32” cobra su ganancia y la devuelve, porque las chances de que saliera el 32 no eran más altas que las de otro número.
El justo campeón es el primer perdedor.
*Profesor del Departamento de Economía de la Universidad de San Andrés.