Oigo, no miro, no veo, solamente oigo porque estoy en la habitación de al lado, a un señor que habla en la pantalla del televisor acerca de la lectura. Paro la oreja porque el tema me interesa, y el señor dice de alguien que “su propósito en la vida consistía en conseguir que la gente lea”. Me pongo levemente nerviosa; no tanto como cuando alguien dice “si yo tendría” o “si él vendría” o algo de parecida laya. Me da el repelús cuando alguien usa desaprensivamente los verbos y mete en la misma bolsa tiempos, modos y regímenes. ¿Qué pasó con el subjuntivo? Hasta hace muy poco tiempo, el pobre subjuntivo estaba en paz con su vida y con el mundo, y de repente afloraron los ataques, el desaire, el olvido y muchas personas empezaron con eso de poner el condicional donde el condicional no entra ni con calzador y no pega ni con cola.
Está bien. Yo sé lo que usted me va a decir, estimado señor, y estoy de acuerdo con usted: el idioma es algo vivo, que late, va, viene, se esconde, juega, levita, descansa y sobre todo, cambia y crece o decrece, según. Y, sí, hoy no hablamos como se hablaba en tiempos del señor Cervantes. Ni siquiera hablamos como en tiempos del señor García Lorca. Es más, ni siquiera hablamos como hace dos siglos, un siglo. Por medio de pequeños, sutiles cambios, el idioma va desplegando su vida y sus andanzas. Y eso es bueno: el castellano vive, alienta y se da el gusto de mostrarse lleno de facetas y detalles que se van convirtiendo en partes de su cuerpo. Por eso, vea usted, no hay que escandalizarse cuando una palabra de otro idioma se va infiltrando en el nuestro. Porque ¿y qué? Eso también es riqueza. Todos los idiomas roban, piden prestadas, incorporan palabras de otros idiomas que terminan por sacar carta de ciudadanía en el nuestro. Las palabras castellanas, muchas muchas muchas de ellas, vienen de palabras extranjeras. La mayoría del latín y el griego clásico, y después, de todas partes: inglés francés, árabe, ídish, alemán, italiano, ruso, turco, calmuco, sánscrito y así. Eso es parte de la vida y la riqueza de los idiomas.
Los únicos idiomas que no roban, piden prestado, adoptan palabras del vecino de más acá o de más allá, son las lenguas muertas. El etrusco, el fenicio, el anglosajón están ahí, quietitos, embalsamados, durmientes y nada ni nadie interpone en ellos no digo una palabra, una letra aunque sea. ¿Por qué? Porque están muertos y ya no hay hablantes, ya nadie va a levantar la cabeza para decir hippie o footing, lástima por ellos.
Y termino con una pregunta, estimado señor: ¿qué palabra, qué expresión es más gráfica, fácil, sonora, expresiva, corta, práctica: “reparto a domicilio” o “delivery”? Delivery, por supuesto, y es la que estamos adoptando. Todavía no es del todo nuestra, pero en cualquier momento nos dan la buena nueva de una nueva buena excelente palabra para el castellano nuestro de cada día. Felicitaciones.