Siete de cada diez argentinos saben que viven los efectos del desastre K, pero creen que el país va a cambiar. Durante una década, Argentina asomó en la sección de ridiculeces de los periódicos del mundo. Hablaban de un ministro que iba con guantes de box al directorio de las empresas, un canciller judío que firmaba un 27 de enero el acuerdo con un gobierno que negaba la existencia de la Shoá, un ministro de Economía que gastaba más de 700 mil dólares para intentar una selfie con Obama en Australia, una presidenta desembarcando en Angola a bordo de una Stultifera Navis con baratijas, vacas impostoras y máquinas agrícolas inservibles, pronunciando un discurso que merece estar en la antología del disparate.
Me dolía ver que el mundo se ría de un país que amo.
En estos cien días esto cambió: llegamos a la sección internacionales, van a Buenos Aires mandatarios de los países más importantes del mundo y en todos lados me preguntan acerca de un presidente argentino que suscita la admiración de la prensa y de la gente. La comunidad internacional respeta nuevamente a la Argentina, nos mira con simpatía y tiene fe en nuestro futuro. No recuerdo que haya pasado algo semejante con otro presidente latinoamericano en los últimos treinta años. Esto provoca orgullo, y tiene buenas consecuencias: la buena imagen permitirá generar confianza para que vengan inversiones, que la economía progrese y que haya más trabajo digno para los argentinos.
Se respira un aire distinto. He conocido a decenas de presidentes, casi todos víctimas del síndrome de Hubris. Llegan al palacio con buenas intenciones, pero luego se enferman con el protocolo, las adulaciones y los homenajes, y terminan sintiéndose dioses. Hasta hace unos cien días, reinaba un gobierno “revolucionario” en el que los trabajadores de la casa presidencial no podían ver ni hablar a “sus excelencias”.
La soberbia produce mandatarios solemnes, cargados de oropeles, que hablan de la pobreza desde palacios lujosos, y saludan desde un balcón para que los aplaudan sus súbditos.
Son fieles a un protocolo que fomenta su ego, dispone cómo reverenciarlos, quiénes pueden hablar con y cómo deben comportarse. Hijos de una sociedad machista, se sienten inseguros sin un símbolo fálico colgado del pescuezo, que recuerde a los demás que son el macho alfa dominante. David Owen dice en The Hubris Syndrome: Bush, Blair & the Intoxication of Power que este trastorno psicológico explica la invasión a Irak. Creo que tampoco habrían existido sin este trastorno Kim Jong-un, el emperador Bokassa, Idi Amin, Maduro o Duvalier. Hace años acepté desempeñar un puesto político. Cuando un funcionario me dijo “Excelentísimo Señor” le dije que parecía menos ridículo que me llamara “un poco mejorcísimo que ayer señor”, pero era largo y prefería que me llamara sólo señor. Los líderes endiosados viven entre fantasmas y símbolos, y hacen mal a la gente real.
Vivíamos en una sociedad agobiada por las cadenas, los mensajes violentos, las amenazas, la persecución en contra de los disidentes y la prensa independiente. Todos se sentían en riesgo cuando no rendían pleitesía al Gobierno. Felizmente eso se acabó. Vamos superando el fanatismo, el maniqueísmo, la soberbia, la idea de que unos tienen el monopolio del bien y los demás son demonios.
Muchos se sorprenden cuando Mauricio viaja a eventos internacionales acompañado de líderes de la oposición o cuando reconoce que sus adversarios tienen méritos. Eso debería ser lo normal en un país civilizado.
En estos cien días hablé con Mauricio varias veces. Es la persona amable y sencilla de siempre. Bromea, no se dedica a planificar venganzas y dice que quisiera hacer con más frecuencia lo que hizo durante la campaña, mezclado con la gente en los barrios de cada rincón del país sin protocolos. Será un gran presidente si nunca llega a creer que se convirtió en su Majestad Excelentísima y sigue siendo, simplemente, Mauricio.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.