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Quién tiene la culpa de la crisis económica

La crisis financiera y económica que estalló en Estados Unidos en septiembre de 2008 ha tenido impactos y consecuencias de tanta profundidad que se la equipara con la Gran Depresión de los años 30

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La crisis financiera y económica que estalló en Estados Unidos en septiembre de 2008 ha tenido impactos y consecuencias de tanta profundidad que se la equipara con la Gran Depresión de los años 30. El hundimiento de bancos, bolsas y mercados inmobiliarios provocó una profunda contracción del crédito a escala mundial y ha afectado a la mayoría de las empresas del planeta. Esto trajo como consecuencia una reducción del empleo y de las inversiones en casi todos los países, así como una abrupta caída en las tasas de ganancia y un descenso en la producción y el comercio globales. No hay duda de que se trata de una enorme crisis, pero queda abierto el interrogante acerca de si es o no tan profunda y desgarradora como las mayores crisis del pasado. El colapso financiero de 2008 y 2009 fue inesperado y abrió una multitud de preguntas sobre sus causas, en especial porque explotó dentro del mercado bancario de Nueva York. Un buen número de economistas había previsto la posibilidad de que se dieran nuevas crisis en los países de la periferia, pero pocos anticiparon quiebras en el centro. ¿Por qué se produjeron pánicos y descalabros tan fuertes en los dos mercados financieros más dinámicos y estre-chamente vinculados como Nueva York y Londres? ¿Había factores comunes que llevaron al desbarajuste en estas “capitales del capital”?  Sin duda, existían estrechos lazos financieros entre ambas, pero el tamaño colosal del colapso y su rápida difusión a todos los demás mercados sugieren la existencia de causas más amplias.

A estas alturas, resulta claro que la revolución financiera de nuestra época está íntimamente relacionada con la globalización económica y con las nuevas tecnologías de información que vinculan a los distintos mercados a través de una multitud de transacciones que se realizan a una velocidad que deslumbra. La intensificación de estos vínculos entre los bancos y otras firmas financieras en diversos países multiplica los riesgos en el caso de que estalle una crisis en los mayores mercados. Pero, además, ahora sabemos que los peligros se estaban incrementando de manera formidable desde los años 90 debido a la introducción de una batería de innovaciones financieras –los famosos derivados–, cuyo objetivo era diversificar los riesgos de las inversiones en acciones, hipotecas, precios de materias primas y un sinnúmero de transacciones. El principal problema consistía en que los nuevos títulos se manejaban dentro de un vasto y nuevo mercado bancario sobre el cual había muy escasa supervisión: algunos autores lo definen como un sistema bancario “alternativo” y otros lo califican de manera menos positiva como un sistema financiero “en la sombra” (shadow banking). Por consiguiente, nadie sabía en realidad cuál era el auténtico valor de estas transacciones ni cuál era la naturaleza de la cadena de créditos, pese a su enorme volumen. Se trataba de un verdadero hoy negro, cuyos peligros fueron denunciados por muchos analistas pero, en la práctica, no fue regulado por los bancos centrales claves, en especial de Estados Unidos y de Gran Bretaña. Como resultado, desde fines del milenio aumentó con rapidez el peligro potencial de un colapso sistémico sin que nadie pudiese anticipar la posible secuencia de fallas en los mercados. Pero de lo que no había duda es de que, debido al intenso proceso de globalización y concentración de capitales, en caso de una explosión se verían afectadas todas las principales plazas financieras del mundo. Una forma de describir la complejísima telaraña de relaciones que existía entre los centros financieros contemporáneos consiste en visualizarlos como una pequeña galaxia de soles y planetas. Estados Unidos y Gran Bretaña contenían en 2005 los dos mercados financieros de mayor importancia en el mundo, los cuales se conectan a través de una multitud de intercambios con todos los demás mercados financieros (grandes y medianos). La metáfora del sistema gravitacional puede extenderse al ámbito financiero. El problema era que si el centro implotaba, esto afectaría a todos los demás mercados. En cambio, si colapsaba un mercado periférico o de segundo orden, era menos probable que estallase una crisis sistémica. En septiembre de 2008, sin embargo, el hundimiento de la firma Lehman Brothers, que tenía vínculos con millares de financieras, tuvo efectos devastadores y generó una ola de pánico que provocó un congelamiento de los mercados de crédito a corto plazo. El colapso en Nueva York y Londres cimbró a todas las plazas, con lo que se inició una secuencia de pánicos bursátiles y bancarios totalmente inesperada. Los rumores de posibles quiebras de una serie de grandes bancos en Estados Unidos y Gran Bretaña fueron seguidos en las semanas de septiembre y octubre por las noticias del hundimiento de algunos bancos en Alemania, Bélgica, Holanda, Francia y de casi todo el sistema bancario de Irlanda y de Islandia. En caso de no poder apagar el fuego en los mercados financieros, las consecuencias serían gravísimas, ya que probablemente se produciría la parálisis de las operaciones de muchas empresas comerciales y productivas en una multitud de países. La crisis contemporánea ha demostrado de manera dramática que la fragilidad de los mercados era mucho mayor de lo que se suponía. Esto implica que hubo un gigantesco fallo en la previsión de riesgos. En efecto, se careció de una adecuación a las nuevas condiciones de los mercados financieros globalizados en esta época de nuevas tecnologías de información por parte de los organismos de supervisión bancaria y financiera a nivel nacional e internacional.

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En especial, las causas del colapso están ligadas directamente con las fallas de los directivos de los bancos centrales, la Reserva Federal de Estados Unidos y el Banco de Inglaterra, que eran los responsables de mantener la estabilidad en los mercados más importantes para el sistema financiero global. A su vez, resulta manifiesta la incompetencia del Fondo Monetario Internacional, ya que durante muchos años sólo prestó atención a los problemas en los países en desarrollo sin tener en cuenta que la fragilidad mayor se estaba generando en los mercados del centro. Estas instituciones no redujeron los peligros en ciernes ni evitaron los inmensos daños económicos y sociales que ha provocado la crisis financiera mundial, razón por la cual su desempeño debiera estar sujeto a detalladas auditorías e, incluso, a procesos jurídicos.
Es cierto que otros organismos como el Banco de Pagos Internacionales (BPI) (Bank for International Settlements/BIS) y los supervisores y reguladores financieros nacionales estaban trabajando en la introducción de nuevas normas cuyo fin era reducir los riesgos en los sistemas bancarios y demás ámbitos financieros. Los acuerdos de Basilea para regular a los bancos así como las políticas de supervisión bancaria en diferentes países de la Unión Europea indican que se habían logrado algunos avances. Sin embargo, la magnitud del colapso de 2008 y, sobre todo, sus consecuencias económicas y sociales –incluyendo las numerosas quiebras de empresas y bancos, el enorme aumento del desempleo mundial y las pérdidas colosales de riqueza– sugieren que la capacidad de diagnóstico de los males era deficiente.

Desde una óptica más bien ma-croeconómica, numerosos analistas se han preguntado: ¿tiene esta crisis sus orígenes en los crecientes desequilibrios mundiales entre ahorro, inversión y consumo? Los interrogantes se centran en especial en los desequilibrios en las balanzas de comercio y de pagos de Estados Unidos. Es sabido que desde hace más de un decenio, las tasas de ahorro en Asia son muy altas y que proporcionan una cantidad enorme de fondos que alimentan a los mercados crediticios en Estados Unidos, lo cual acentúa las tendencias hacia un descomunal aumento del consumo y el endeudamiento de las familias en ese país. En su libro Fixing Global Finance (2008), Martin Wolf –durante muchos años editor asociado del Financial Times– insiste en que la solución consiste en que los asiáticos inviertan más en sus propios países y no en Estados Unidos. ¿Pero resulta convincente echarles la culpa a los países asiáticos cuando la crisis se generó y estalló en los mercados de Nueva York y Londres? Más allá de las causas del derrumbe financiero, en la actualidad los debates giran alrededor de la viabilidad de los enormes rescates puestos en marcha por las autoridades gubernamentales para responder a las quiebras bancarias y bursátiles y para aminorar la abrupta baja en la actividad económica global. ¿Puede evitarse un retorno a una situación similar a la Gran Depresión de los años 30? La evidencia sugiere que, pese a algunos paralelos, la actual crisis es muy diferente y las respuestas también lo son. Es más, aún no conocemos las ulteriores consecuencias del colapso contemporáneo ni tampoco la magnitud de las reformas a la arquitectura financiera nacional e internacional que se propondrán en el futuro.

Para entender las causas de la crisis financiera ocurrida en Estados Unidos, hay que prestar especial atención a las enormes burbujas que se gene-raron en el interior de sus gigantescos mercados financieros y que al fin explotaron en septiembre de 2008. En particular, se debe tener presentes tres elementos que contribuyeron a este desenlace: 1) la laxa política monetaria seguida por la Reserva Federal y la expansiva política fiscal instrumentada por el Departamento del Tesoro desde el año 2001; 2) los cambios legales que aceleraron la desregulación e innovación financiera y sus consecuencias prácticas; 3) la peculiar y peligrosa dinámica del mercado hipotecario; en particular, la forma en que se generó una enorme expansión de los instrumentos de mayor riesgo conocidos como hipotecas subprime. Todos estos factores aumentaron la liquidez en los mercados financieros norteamericanos precisamente cuando éstos se convirtieron en los receptores de grandes flujos de capitales de otros países.

*Historiador mexicano.