Hasta hace poco los especialistas en salud mental afirmaban que en la población mundial (y por lo tanto en la de cada país del planeta) anidaba un 1% de psicópatas. Pero las cosas están empeorando. El psicólogo español Iñaki Piñuel, quien se dedica a investigar el tema, anuncia en su libro Tengo un jefe psicópata que la proporción es hoy del 2%, y que si se agregan psicopatoides y narcisistas (dos disfunciones emparentadas con aquélla) estaría entre el 10% y el 13%. Piñuel define al psicópata promedio, o “integrado”, como “un personaje perfectamente aclimatado a la sociedad, que carece de norma moral y escrúpulos, pero que se muestra encantador y seductor, generando una imagen social impecable que oculta al peor depredador conocido: un parásito oportunista, que no sale ni con lejía cuando ataca a sus víctimas. No le hace falta cometer crímenes sangrientos para consumir y vaciar emocional o financieramente a sus víctimas”.
De acuerdo con otro especialista, el estadounidense Mike King, alrededor de un 80% de los altos cargos políticos son técnicamente psicópatas. “La política, reflexiona a su vez el canadiense Robert Hare, célebre autoridad en cuestiones de psicología forense y psicopatía, es un medio fantástico para que se desarrollen, el mejor ambiente, el ideal. Igual que los negocios” (entrevistado por Juan Manuel Nieves en el diario ABC, de Madrid). Tiempo antes, en una conversación con la periodista Laura Di Marco, el psiquiatra Hugo Marietan, referencia obligada en el tema, coincidía: “Los políticos de fuste generalmente son psicópatas, por una sencilla razón: el psicópata ama el poder. Usa a las personas para obtener más y más poder, y las transforma en cosas para su propio beneficio. Esto no quiere decir, desde luego, que todos los políticos o todos los líderes sean psicópatas, ni mucho menos, pero sí que el poder es un ámbito donde ellos se mueven como pez en el agua”.
Desde ya, no se puede ni debe afirmar que todos los políticos son psicópatas, pero basta con que uno o alguno de ellos, alcance el poder para que esta característica de su personalidad se manifieste y afecte a una sociedad. Y desde allí intentará trasgredir todos los contratos morales y sociales y de obviar los protocolos, las normas y los deberes institucionales. “Un dirigente común sabe que tiene que cumplir su función durante un tiempo determinado, apuntaba Marietan, y, cumplida su misión, se va. Al psicópata, en cambio, una vez que está arriba, no lo saca nadie: quiere estar una vez, dos veces, tres veces. No larga el poder, y mucho menos lo delega. Alrededor del dirigente psicópata se mueven obsecuentes, gente que, bajo su efecto persuasivo, es capaz de hacer cosas que de otro modo no haría”. ¿Cómo lo logra? Lo consigue porque miente, actúa, finge preocuparse por los problemas de la población, manipula a las personas, trabaja las veinticuatro horas del día para sí y, mediante diferentes estratagemas, acumula recursos materiales necesarios para su ambición. Las llamadas “cajas”, esa parte sustancial de la hacienda pública que el psicópata desde el poder convierte en botín propio. Lo consigue, en fin, desplegando un carisma tóxico. Y gracias a eso, como advierte Robert Hare, puesto a apropiarse de un país, un gobernante psicópata puede más que un ejército, y derrama menos sangre. Aunque no deje de causar hambre, pobreza y desesperanza.
Una característica del psicópata es que toda su energía y su atención están puestas en sus fines (que pueden ir desde engrosar su fortuna hasta garantizarse impunidad) al punto en que la falla de alguna de sus artimañas o el despertar de sus víctimas lo desorganiza, lo descontrola y lo empuja a cometer una serie de errores cuya gravedad va en aumento. Mientras tanto, necesita que haya crisis, incertidumbre y un clima de zozobra en el cual pueda presentarse como figura salvadora. La tranquilidad, la calma, la estabilidad lo desconciertan, le hacen perder el rumbo y la paciencia.
Si algún lector establece alguna relación entre estas líneas y la realidad argentina de hoy, es pura coincidencia.
*Escritor y periodista.