El pasado 13 de junio se recordaron los 105 años del nacimiento de Augusto Roa Bastos, el escritor paraguayo que recibió el Premio Cervantes, autor de Yo, el Supremo (1974), la novela que no perteneció al boom latinoamericano, excediéndolo, superando los límites de toda clasificación. Narración histórica, reconstrucción fragmentaria, multiplicadora de voces, rastros de apreciaciones íntimas y contrastes de estilos. La lista es infinita. Se encuentran en ella huellas de Faulkner, Melville, Hawthorne, e incluso la influencia de Valle Inclán (Tirano Banderas) y, por supuesto, El señor presidente, del Premio Nobel de Literatura, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Pero dicha obra excede la teorización literaria, es un acto estético y una declaración de principios de un escritor entre dos lenguas: el guaraní y la del conquistador.
“Tendría que haber en nuestro lenguaje palabras que tengan voz. Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lugar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda igual que un hecho. Como en el lenguaje de ciertos animales, de ciertas aves, de algunos insectos muy antiguos. Pero ¿existe lo que no hay?”
¿Existe lo que no está? ¿O la escritura reclama la alianza inevitable con la imaginación?
¿Existe lo que no está? ¿O la escritura reclama la alianza inevitable con la imaginación? ¿Y el destino de las palabras? Tal vez como parábola de otra historia, acaso edulcorada por la nostalgia, el texto de una lectora evoca el hallazgo de un misterio: “Encontrando los libros perdidos me topé con un tesoro mucho mayor, más invaluable e imposible de poner en palabras sin quitarle color. Hoy, venciendo el desarraigo de la biblioteca viajera, me convertí en parte de lo que podría ser quizá la última aventura del gran Augusto Roa Bastos”. Así comienza la carta de la socióloga argentina Celina Brittez que leyó Mirta Roa, la hija del célebre escritor, al recibir 176 libros de lo que fuera parte de la biblioteca del escritor en su exilio en Buenos Aires.
El último rastro que la familia tenía de esos libros era el departamento familiar en esta ciudad, que el escritor dejó en forma de pago a Carmen Balcells, la agente literaria española, ya por los adelantos cobrados sobre su obra futura, ya para sobrevivir en Francia, donde se refugió como profesor en la Universidad de Toulouse. Suponen que libros y papeles se trasladaron a España a expensas de Balcells, para luego ser rematados. Estos libros serían fruto de un argentino coleccionista.
Chapadmalal, cerca de Mar del Plata, 2019, en un contenedor repleto de trastos de basura asoman desperdigados libros viejos, papeles. La pareja de Brittez le avisa del material. Son libros, que los traiga. Así, de manera casual, comenzó la reconstrucción por la lectura. Eran ejemplares anotados, con fotos, cartas, páginas de anotaciones, con la marca de alguna dedicatoria: “a Roa Bastos”. Luego, el contacto diplomático se convirtió en la entrega del material catalogado: el escritor paraguayo sedujo con su obra, fidelizó a una lectora y su entorno. Hubo un rescate.
En algún reportaje, Roa Bastos reconoció la pérdida de, al menos, tres bibliotecas. Autor que huye lo hace con lo puesto. Más si la persecución es política. Ahora, escapar a Francia y sobrevivir allí no es fácil. El exilio en Buenos Aires representó una supervivencia por múltiples oficios, hasta que el trabajo de redactor en el diario Clarín lo acercó a Tomás Eloy Martínez, Ernesto Sabato, Jorge Luis Borges y el cine: escribiendo guiones encontró una veta más cercana a la literatura. Fruto de ello es la adaptación de su cuento El trueno entre las hojas, con el rol protagónico del ícono de las ubres magnánimas de la década del 60, Isabel Sarli.
Con el Plan Cóndor en vigencia, la dictadura de Videla tenía a Roa Bastos en su lista negra
Con el Plan Cóndor en vigencia, la dictadura de Videla tenía a Roa Bastos en su lista negra vía la inteligencia militar paraguaya. La enemistad del autor con un funcionario de Alfredo Stroessner con veleidades literarias era el verdadero estigma para la persecución, de ahí su escape. Pero esto remite a su pasado.
En 1945, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, Roa Bastos, cuya madre era de origen franco-portugués, viaja a Londres como corresponsal de guerra. El trabajo periodístico lo lleva a entrevistar a Charles De Gaulle, futuro presidente de Francia. Allí también conoce y traba amistad con André Malraux, el autor de La condición humana, futuro ministro de Cultura del anterior. ¿Será por su intermedio que llegará a París escapando de Argentina?
Hacia el final de Yo, el Supremo, esto predice: “Alguien dice algo porque otro ya lo ha dicho o lo dirá mucho después, aun sin saber que lo ha dicho ya alguien. Lo único nuestro es lo que permanece indecible detrás de las palabras”.