Primero fue la pandemia, pero no nos importó. Acatamos, acatamos y acatamos las normas sanitarias impuestas por los Estados. Nos indignamos con los runners, los surfers, las señoras chetas que necesitaban vitaminas e iban a tomar sol a las plazas. Exigimos cárcel para todas ellas. Nos pareció lógica la discriminación desembozada ante cualquier pensamiento disidente y no supimos defender las posiciones de Giorgio Agamben. Nos vacunamos una, dos, tres, cuatro, cinco veces con compuestos cuyos efectos secundarios a largo plazo se desconocen.
Después llegó la inteligencia artificial, como un modelo de pensamiento administrado, cerrado sobre sí mismo, encarrilado según el sentido común y la corrección, incapaz de pensar lo impensado. Gepetto fue su primera manifestación. Luego se sumaron Bert y Bing profundizó el lazo. Más allá de la adecuación de las respuestas, la IA instaló un modelo de pensamiento sumiso, adecuado, pero no nos importó.
Ahora, llegaron los ovnis. En la frontera canadiense, sobre el lago Michigan, al norte de los Estados Unidos, extraños objetos con forma de contenedores (por supuesto, son cápsulas criogénicas eyectadas de la nave nodriza) fueron derribados, se nos dice, por la aviación norteamericana. ¿Todos ellos? Imposible saberlo, pero la sospecha de que “están entre nosotros” ya corre por el mundo como un reguero de pólvora.
Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días de la quinta un librito que me prestó un amigo (El ruletista, de Mircea Cartarescu) y el último y luminoso libro de poemas de Diego Bentivegna, El pozo y la pirámide.