MOYANO & BONAFINI. Uno el viernes, otra el jueves, volvieron a dar muestras de su verborragia. Para Moyano, Macri es un “genocida laboral”. Para Bonafini, Uribe es “una mierda”. |
El viernes, Hugo Moyano calificó la decisión de Macri de no renovar dos mil contratos de empleados municipales y revisar otros 18 mil como “genocidio laboral”. Ayer reconoció: “Me excedí verbalmente, y él se excedió despidiendo a los trabajadores”. El jueves, Hebe de Bonafini dijo: “Estamos con los compañeros de las FARC, estamos con Chávez y estamos con nuestro Presidente. Uribe es una mierda, es un hijo de puta, él tiene más de 500 rehenes de las FARC, y de eso no se habla”. Bonafini no reconoció luego ningún exceso verbal, como tampoco nunca admitió ningún exceso verbal Diego Maradona –probablemente no lo perciban– hace dos semanas, cuando declaró: “Estoy de todo corazón con los iraníes, quiero conocer a Ahmadinejad”.
En la contratapa del anterior suplemento Domingo, Pepe Eliaschev escribió una polémica columna, “Mahmoud Maradona”, que durante toda la semana encabezó las listas de las más leídas de perfil.com y generó repercusiones de todo tipo. Con el patrocinio de Luis D’Elía, el encargado de negocios de Irán en Argentina (el último embajador fue retirado meses después del atentado a la AMIA, en agosto de 1994) invitó a Maradona a Teherán, y la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA) lo invitó a conocer el Museo del Holocausto.
Irán, Venezuela, las FARC o el castrismo maradoniano tienen en común su enfrentamiento con Estados Unidos. E indirectamente, quizá ese posicionamiento pueda ser asimilable al antimacrismo. Macri tiene como modelo a Sarkozy, quien también comenzó su gestión enfrentándose a los sindicatos. Sus adversarios franceses, a modo de insulto, lo llaman “el norteamericano”, porque su eslogan de campaña fue “Trabajar más para ganar más”, en un país donde hasta la derecha –Jacques Chirac– era de izquierda cuando se trataba de derechos laborales, y odian todo lo que viene de Estados Unidos. Ya electo presidente, fue a pasar sus vacaciones a ese país, vaticinó que pronto “dirán que fui un reformista de la escala de Margaret Thatcher” y, tras una temporada de huelgas y disturbios, prometió: “No voy a parar, voy acelerar”. Macri, en respuesta a Moyano, también prometió: “Ninguna medida extorsiva nos hará cambiar las reformas”.
Un ideologismo (nada tiene que ver con la verdadera y necesaria ideología) que agrupa a Ahmadinejad, Chávez y Tirofijo por un lado, y a Uribe, Sarkozy o Macri por el otro, poco se explica con el concepto “derecha o izquierda”. Irónicamente, el filósofo Silvio Maresca reflexionó sobre que también podría preguntarse si la “derecha” está hoy en Villa Soldati (valores tradicionales, familia, contra el aborto), y el “progresismo” en Punta del Este o Barrio Norte, donde se vota por Carrió. Ya Gramsci, a pesar de su marxismo, había negado la existencia de una ideología paradigmática para cada clase social, como pretenden quienes reducen todo a una cuestión económica.
El ideologismo de Bonafini y Maradona, a quienes comprensiblemente todo se les perdona –en un caso, por el drama que enfrentó y representa, y en el otro, por las felicidades que produjo–, es retrógrado, como lo es siempre todo fundamentalismo. Cuando la ideología se transforma en dogma, se la pervierte porque omite la más elemental autocrítica. El fanatismo, además de recortar las libertades (propias y ajenas) al pretender imponer la hegemonía de su pensamiento único, destruye la creatividad, la innovación y el cambio que toda persona necesita para evolucionar: el fundamentalismo siempre busca el retorno al estado anterior que añora.
No es extraño que se dé, en mayor proporción, en personas que ignoran otro tipo de alternativas y así se vean obligadas a reemplazar la reflexión y la actualización dialéctica por la mitología, el folclore, los sentimientos y la idealización oscurantista de lo único conocido, que religiosamente repiten sin tener en cuenta los cambios que se han producido. Condenados a esa simplificación, reducen su campo visual a esquemas parciales de grupos de personas y, como único provecho, obtienen un justificativo para proyectar culpas sobre el prójimo, pero con el alto costo de continuar estancados.