Shock es una palabra que, desde el triunfo electoral de Donald Trump en noviembre de 2016, se ha venido repitiendo mucho para describir el resultado contra pronóstico de las elecciones, el estado emocional de mucha gente al presenciar su ascenso al poder, o su planteamiento de “ataque relámpago” a la hora de hacer política. De hecho es precisamente así como su asesora Kellyanne Conway ha descrito reiteradamente la nueva era: un “shock para el sistema”. Llevo ya casi veinte años dedicada a estudiar los shocks a gran escala que sacuden a las sociedades: cómo se producen, cómo los explotan los políticos y las grandes empresas, y cómo incluso se agravan deliberadamente a fin de sacar provecho de una población desorientada. También he dado testimonio de la otra cara de este proceso: cómo las sociedades que se unen en torno al entendimiento de una crisis compartida pueden cambiar el mundo para mejor. Viendo el ascenso de Donald Trump, he tenido una sensación extraña. No es sólo que esté aplicando políticas de shock a la nación más poderosa y con el mayor arsenal armamentístico del mundo. Es más que eso. He registrado en libros, documentales y reportajes de investigación, toda una serie de tendencias: el auge de las supermarcas, el poder creciente de la riqueza privada sobre el sistema político, la imposición global del neoliberalismo, valiéndose a menudo del racismo y del miedo al “otro” como una herramienta poderosa, el nocivo impacto del libre comercio corporativo y el profundo arraigo de la negación del cambio climático en el ala derecha del espectro político. Y cuando me puse a investigar a Trump, empezó a parecerme que, como el monstruo de Frankenstein, estaba compuesto por trozos de los cuerpos de todas esas peligrosas tendencias y de muchas otras, cosidos entre sí (...)
Aunque en algunos aspectos Trump rompe el molde, sus tácticas de shock no dejan de seguir un guión, uno que ya hemos visto en otros países que han experimentado rápidas transformaciones impuestas con el pretexto de una crisis. Durante la primera semana de su mandato, mientras él firmaba aquel tsunami de órdenes ejecutivas y tenía a la gente abrumada, tratando desesperadamente de seguirle el ritmo, me acordé de la descripción que la activista en favor de los derechos humanos Halina Bortnowska hacía de la experiencia de Polonia cuando Estados Unidos impuso a su país una terapia de shock económica en pleno colapso del comunismo. Describía la velocidad de los cambios que atravesaba su país como “la diferencia entre años de perro y años humanos”, y señalaba: “Empiezas a observar unas reacciones semipsicóticas. Ya no puedes esperar que la gente actúe en función de sus propios intereses, porque está tan desorientada que, o no sabe qué intereses son esos, o han dejado de importarle”. Por lo visto hasta el momento, está claro que Trump y sus principales asesores confían en lograr el tipo de reacción descrito porBortnowska; que intentan imponer una doctrina del shock a escala nacional. Su objetivo es una guerra sin cuartel a la esfera de lo público y al interés común, ya sea en cuestión de normativa anticontaminación o de programas contra el hambre. En su lugar tendremos poder sin restricciones y total libertad de acción para las grandes empresas. Es un programa tan provocativamente injusto y tan manifiestamente corrupto que sólo puede sacarse adelante apoyándose en una política de “divide y vencerás” en lo racial y en lo sexual, combinada con un espectáculo constante de distracción mediática. Y, por supuesto, lo están respaldando con un aumento drástico del gasto de guerra y una escalada dramática de los conflictos bélicos en múltiples frentes, de Siria a Corea del Norte, acompañados de disquisiciones presidenciales como que “la tortura funciona”. Ya el propio gabinete de Trump, formado por millonarios y multimillonarios, nos dice mucho de los objetivos ocultos de su Administración. Exxon Mobile, a la Secretaría de Estado. General Dynamics y Boeing, a la cabeza del Departamento de Defensa. Y los chicos de Goldman Sachs para casi todo lo demás.
El puñado de políticos de carrera a los que se ha puesto al frente de alguna agencia gubernamental parecen elegidos, bien porque no creen en la función básica de la agencia, bien porque directamente creen que la agencia no debería existir. Steve Bannon, el aparentemente marginado estratega jefe de Trump, fue muy claro al respecto en febrero de 2017, dirigiéndose a un público conservador. El objetivo, dijo, era la “deconstrucción del Estado administrativo” (se refería con esto a las normativas y agencias gubernamentales encargadas de proteger a la población y sus derechos). Y añadió: “Si te fijas en la lista de candidatos a un puesto en el gabinete, han sido seleccionados por una razón, y es la deconstrucción”. (…)
Pero la historia nos enseña que, por desestabilizada que esté ahora la situación, la doctrina del shock significa que podría ponerse mucho peor. Los pilares fundamentales del proyecto político y económico de Trump son: la deconstrucción del Estado regulador; una ofensiva total contra el Estado del bienestar y los servicios sociales (justificada en parte con un discurso belicoso que instiga el miedo racial y ataca a las mujeres por ejercer sus derechos); el desencadenamiento de una fiebre por los combustibles fósiles nacionales (que pasa por ignorar los estudios científicos sobre el clima y neutralizar gran parte de la burocracia gubernamental); y una guerra de civilizaciones contra los inmigrantes y el “terrorismo islamista radical” (en un número creciente de escenarios, nacionales y extranjeros). Además de suponer una amenaza evidente para quienes ya son los más vulnerables, este proyecto entraña una visión que generará con toda seguridad una ola tras otra de crisis y shocks. Shocks económicos, a medida que estallen las burbujas del mercado, infladas gracias a la desregulación; shocks de seguridad, cuando nos alcancen las represalias por las políticas antiislamistas y las agresiones en el exterior; shocks climáticos, al desestabilizar aún más el clima; y shocks industriales, cuando se produzcan vertidos de los oleoductos y accidentes en las plataformas petrolíferas, lo que tiende a ocurrir siempre que se cercenan las normativas medioambientales y de seguridad. Todo esto es muy peligroso.
*Periodista. Decir no no basta, editorial Planeta.