En 1847 Sarmiento conoció en Estados Unidos el capitalismo y la democracia. Venía de Europa, abrumado por la persistencia de una sociedad vetusta, y se deslumbró con la pujanza del mercado y el reinado de la igualdad. Veinte millones de americanos hacían sus casas con los mismos ladrillos, usaban la misma cocina de hierro fundido y similares cacerolas, trabajaban con los mismos arados y cazaban con los mismos rifles. Un mercado enorme y uniforme sustentaba la producción y el comercio. Veinte millones de americanos usaban la misma ropa y el mismo democrático reloj y compartían un trato sencillo, rudo y directo, sin trazas de deferencia o privilegio. Veinte millones de americanos leían los diarios, se enteraban de las ofertas con los avisos y se informaban de las cuestiones públicas.
Por entonces, el capitalismo y la democracia eran jóvenes y pujantes, sobre todo en Estados Unidos, que no tenía la rémora de un antiguo régimen. Para Sarmiento, la educación popular era la clave del arco que iba del capitalismo a la democracia, pasando por la sociedad igualitaria y de oportunidades. La educación formaba a los individuos aptos para competir en el mercado y hacerse cargo de las cosas públicas. Entre ellas, en primer lugar, las escuelas y los maestros, que eran responsabilidad de todo gobierno local.
Cuando proyectó su propuesta educativa para la Argentina, Sarmiento tomó nota de las evidentes diferencias: aquí no había ni una propiedad agraria repartida de modo más o menos parejo, ni existía una sociedad civil densa, con capillas, periódicos y autogobierno en cada pueblo, en la que pudieran germinar las escuelas de la comunidad. En la Argentina, el cambio debía ser impulsado por el Estado.
Pero en 1852, cuando él y otros que pensaban parecido se hicieron cargo de gobernar el país, ni siquiera existía el Estado. La tarea principal fue consolidarlo, doblegando a los poderes locales y a los imperios aborígenes. Una tarea dura y poco grata, que Sarmiento, como todos los otros, asumió como necesaria y prioritaria. Simultáneamente, todos ellos promovieron la construcción de un nuevo país. Coincidían en sus líneas generales –inmigración, ferrocarriles, producción agraria, vinculación con el mundo– pero diferían en muchas cuestiones específicas. En esa tarea colectiva, Sarmiento imprimió un matiz personal: el énfasis en la educación popular y en la necesidad de un enorme esfuerzo del Estado para promoverla, una tarea que para otros, como Alberdi, no era tan imprescindible.
Sarmiento dio su batalla, compuesta de muchos combates sucesivos y un gran triunfo final, con la sanción en 1884 de la Ley 1420 de educación común, gratuita, obligatoria y laica. Advertido de que la Argentina no era Estados Unidos, se inclinó por el modelo de Francia, donde el Estado, de larga tradición centralista, asumió la iniciativa en lo que los republicanos llamaron la “demopedia”: usar la educación para hacer de cada francés un ciudadano.
En su vejez, Sarmiento vio que las cosas habían salido un poco diferentes de lo que había imaginado y murió algo amargado. Sin embargo, lo sustancial de su propuesta funcionó. Durante décadas, quizás hasta la de 1970, la Argentina tuvo, junto con una economía próspera y un Estado potente, una sociedad democrática. Igualitaria, integradora y móvil, en la que los padres estaban convencidos de que los hijos llegarían a estar mejor que ellos. Hubo una confianza general y justificada en que el primer instrumento de la integración y la movilidad era la educación, y un convencimiento de que el sistema público, organizado por el Estado, era el mejor de todos. Luego, la escuela media y la universidad se sumaron como canales de movilidad e integración.
Esta es sólo una parte de la historia –hay otro costado más negro, de reacciones, conflictos y corporaciones– pero lo cierto es que la Argentina tuvo una sociedad democrática e igualitaria –solemos llamarla “de clase media”– cuya destrucción no dejamos de lamentar cotidianamente.
*Historiador.