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el ECONOMISTA DE LA SEMANA

Se agota el modelo y habrá que volver a empezar

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La fase actual de la globalización genera condiciones altamente favorables para los países en desarrollo, en particular para América latina. Brasil, Chile y Uruguay lideraron en nuestro continente la corriente de progresismo moderno que con mayor eficacia utilizó, con sentido nacional, las oportunidades del contexto. Nuestro país no encontró ese camino y los principales obstáculos fueron de orden político, institucional y económico.
Esta oportunidad demorada impone, a quien aspire a ser gobierno desde el próximo diciembre, el desafío de dejar atrás la “transición inconclusa” que nos impide volver a ser vanguardia en América del Sur. A la luz del éxito de nuestros vecinos, observamos que construir ese mejor porvenir significará superar anacrónicas dicotomías y sentar las bases de un proyecto que sintetice el valor de la integración social, la fortaleza institucional y la estabilidad macroeconómica.

La integración social no se obtiene por “derrame” ni con planes sociales, exige la construcción de una “sociedad de garantías” que con precisión definió el ex presidente de Chile Ricardo Lagos. “El sueño posible –dijo Lagos– es construir una sociedad capaz de asegurar las garantías fundamentales, relativas al acceso equitativo de todas las personas a las oportunidades de progreso y protección social.”
Fortaleza institucional no significa solamente –aunque no es poco– mejoras en el sistema de representación robusteciendo los partidos políticos, en el funcionamiento independiente de los poderes y en la recomposición del sistema federal; significa también construir consensos sobre políticas de Estado que establezcan reglas de juego estables.
Habrá también que recuperar la estabilidad macroeconómica que permitió crecer sin inflación, con más empleo e iniciar un proceso de mejoras sociales. Será necesario restablecer el ahorro fiscal y externo –volver a tener superávits gemelos– y la competitividad del tipo de cambio. Para ello habrá que modificar el comportamiento de las variables explicativas porque el gasto público crece más que la recaudación, las importaciones más que las exportaciones y el promedio de los precios más que el dólar.

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Cuando finalice la actual gestión no va a estallar ninguna crisis, pero –por acumulación de inconsistencias macroeconómicas– estaremos frente al agotamiento definitivo de los pilares que sustentaron el “modelo productivo” iniciado en 2002.
El proceso de acumulación de inconsistencias empezó en 2006, fue extinguiendo las fuentes genuinas que financiaron el crecimiento y las principales consecuencias macroeconómicas fueron la inflación, la insuficiencia de la inversión privada y la desaceleración de la creación de empleo en el sector.
Mientras que en el período 2004/2008 la suma del superávit fiscal y externo promedió cuatro puntos del PBI, se estima para este año –con la desaparición de ambos– que el resultado sea negativo en 2%. En un período extremadamente corto se perdió ahorro en un nivel equivalente a seis puntos del PBI.

El déficit fiscal financiero comenzó en 2009 y se mantiene en torno de 2% del PBI. Este déficit y parte de los vencimientos de la deuda en pesos se financian con emisión monetaria –o sea con impuesto inflacionario– y los vencimientos en dólares se pagan con reservas. Las cifras oficiales no coinciden con esta medición porque computan como ingreso la emisión (bajo la figura de utilidades contables del Banco Central) y las rentas del Fondo de Garantía de la Anses que deben capitalizarse. A modo de ejemplo, para el año 2010 ambos conceptos totalizaron un valor que, al imputarse por la contabilidad pública como ingreso del Tesoro Nacional, elimina artificialmente el déficit.
El tipo de cambio real cayó 23% desde 2008 hasta finales de 2010 y si se mantiene el actual criterio para administrar la flotación de la divisa, a fin de año el dólar tendrá un valor levemente superior al que tenía en el ocaso de la convertibilidad.
El impacto directo se observó en la cuenta corriente del balance de pagos que, habiendo tenido entre 2004 y 2009 en promedio un saldo positivo de 2,9% del PBI, en 2010 fue sólo de 1% y para 2011 –en la mejor de las hipótesis y a pesar de la ayuda del súper real brasileño– se estima que, debido a la caída del saldo comercial, el resultado de la cuenta será cero.

De esta manera se cerró el círculo vicioso del deterioro: el deterioro fiscal alimentó la inflación preexistente, ésta aceleró el deterioro de la competitividad del tipo de cambio y éste generó el deterioro externo. Habrá que volver a empezar, recuperar el ahorro y la competitividad con un programa coherente, gradual y creíble. Si no se hace a tiempo, sobrevolará la “clásica” salida tardía: el ajuste fiscal, la devaluación y el regreso al endeudamiento.
Esto no implica desconocer que la actual situación económica constituye, según el consenso de los analistas políticos, una de las mayores fortalezas electorales del Gobierno. Claro, resulta dificultoso encontrar ejemplos históricos de oficialismos derrotados en las urnas con economías en crecimiento y si bien tampoco se deben encontrar muchos casos de éxito con cuatro años de alta inflación, resulta claro que poco y nada hemos aprendido de esta parte de nuestra historia. A pesar de haber sufrido brutalmente las consecuencias, prevalece el impacto positivo en una parte de la sociedad –mientras otra mira y paga los costos– de la actual “fiesta” del consumo.

De aquí a las elecciones no habrá encuesta que recomiende poner en discusión la falta de sustentabilidad del “modelo” económico vigente, pero los líderes políticos no están sólo para leer encuestas, están para conducir y cambiar. Para no seguir postergando la construcción de una Argentina que fortalezca la democracia material erradicando la pobreza y la exclusión, habrá que incorporar al pensamiento y la acción política una visión moderna del progreso dejando de lado toda forma de acumulación y ejercicio del poder que debilite la democracia formal y asumir de manera definitiva que la estabilidad de las instituciones económicas es una condición irrenunciable.