El homicidio de Melina Romero, la joven de 17 años cuyo cadáver acaba de ser recuperado del fondo de un río, se suma al de todas aquellas víctimas de la violencia de género que corrompe a la sociedad y no siempre logra ser visibilizada: las mujeres muertas no hablan. Las mujeres muertas a golpes por los hombres –las mujeres prostituidas, sometidas, subyugadas a diario, esclavizadas de mil modos– tienen una regla impuesta, una regla que se les impone por sobre todo lo demás: el silencio. Tanto la prostitución como la trata –formas extremas de la violencia que algunos aun se animan a denominar “trabajo” (y a la mujer prostituida y violada, violentada y silenciada, una “trabajadora” del sexo)– dependen del silencio, son formas de violencia sobre las mujeres que aun hoy son representadas en muchos ámbitos como “cultura”, como espectáculo, como profesiones. La contracara de esta “cultura” (patriarcal, de imposición de los intereses de los varones sobre los intereses de la mujer) son las mujeres silenciadas de mil modos, cuya voz aún nuestra sociedad no escucha. Esa voz no puede ser escuchada. Por eso las redes de trata se mantienen y se expanden. Porque las mujeres no hablan. Sienten miedo de salir y decir “no”. La cultura no las ve. Hay una voz que no encuentra oídos, la voz de las mujeres que dicen que no (“la puta no puede decir que no, la puta consiente, no puede ser violada”, refiere, con ironía, Catharine Mackinnon: la puta no tiene palabra, no tiene voz, siempre está “a disposición”). En una sociedad que se constituye a sí misma (y constituye el significado del “ser varón”, de ser “un macho”, de ser –llegar a ser– un “hombre”, y para miles de jóvenes “llegar a ser hombre”, el acto mismo de “convertirse” en un hombre, ese acto fundamental, significa prostituir, subyugar por dinero una mujer; eso a muchos los hace “hombres”: entrar a ese círculo esclavizando a una mujer por dinero, abusar de su cuerpo “por plata”) sobre la violencia de género, el principal desafío –y el mayor riesgo– para las mujeres es ese riesgo que corrió Melina Romero: decir que no. Por eso no es casual que, ante su respuesta, el varón –que se siente con derecho sobre su cuerpo de mujer (“trolita”)– use la violencia.
Esa violencia –ante la negativa– no es muy distinta de la violencia de género que existe, como recuerda Mackinnon, cuando la mujer dice que sí.
También en la prostitución “consentida” la mujer (aunque logra sobrevivir) es oprimida. También en esos casos la mujer (la putita, la trolita) es violada, sometida, muchas veces también en esos casos, aunque diga que “sí”, la mujer es –termina– muerta a golpes. Como es una puta (o una “putita”) no tiene voz. No se la escucha. La sociedad debe repensar lo que denomina “cultura”, lo que llamamos o entendemos por “trabajo”. También los medios deben pensar los lenguajes que usan. Porque en esos lenguajes cotidianos se preparan la muerte, la violencia, el abuso. El estereotipo. A Melina Romero la mataron por ser mujer y por decir que no. Su muerte es simbólica para miles de mujeres, que piensan, reflejadas en ese espejo trágico, que les sucedería a ellas si hablaran. Que les puede suceder si hablan, si salen de los prostíbulos (o casas) donde son oprimidas, a decir su verdad. A decir que no. Que no consienten nada. Que todo lo que viven es violencia. No trabajo. A Melina la mataron porque existe un modelo sobre la mujer “trolita”. Y ella, precisamente, se resistió a eso. A eso que ahora, con cinismo, los varones le adjudican como su carácter.
*UBA. Conicet. Becario de la OEA. Profesor visitante de la Freie Universität, Berlín.