COLUMNISTAS
el futbol argentino, de cara al nuevo comienzo de torneo

Siempre hay más mugre

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No recordaba que bajar a tierra después de un Juego Olímpico costase tanto. No me refiero a lo físico, que de por sí exige una tensión inversa a la imaginada: cuanto menos se afloje, más se evitará caer en la extenuación. Ya saben. Un largo día con dieciséis siestas se cobra lo suyo de manera drástica. ¡Qué decirles a ustedes, si han sido varios los que vivieron dos semanas en modo olímpico con la misma intensidad, pasión y lealtad que cualquiera de los que estuvimos en tierra carioca!

Esta vez, el real impacto lo siento en la cabeza. Tal vez haya cierta desmemoria, pero tengo la sensación de que, como nunca, volver a la realidad costó más que de costumbre.

A mitad de camino entre las doradas de Peque Pareto y Los Leones, María O’Donnell, una excepcional colega y amiga entrañable –además de amante profunda de todo aquello que representa Brasil, con Roberto Carlos, el cantante, incluido–, me mandó un mensaje que decía algo así como que sentía a la gente muy enganchada. “Temas de política están pasando a un segundo plano. Está pasando algo”, concluyó. Ese algo que estaba pasando era una especie de sobredosis sin efectos colaterales ni resaca de arquería, nado sincronizado y lucha grecorromana. De pronto, los argentinos disfrutamos de descubrir deportes que, durante las Olimpíadas –ese período que va de un Juego Olímpico al otro– sólo soportamos en un programa de bloopers. Todo empujado por esa argentinidad que nos llenó de amor y orgullo lúdicos y cuya auténtica dimensión ya fue puesta en contexto hace una semana.

Seguramente no le faltó razón a María: esta semana de reinserción doméstica me permitió disfrutar en estado de sonrisa permanente de las consecuencias que Río 2016 produjo en nuestro público.

Sin embargo, sería un error creer que algo profundo cambió. Al menos en lo que a las necesidades fundamentales de nuestro deporte se refiere. Seguramente habrá chicos y chicas que les pedirán a sus papás que los lleven a aprender judo, esgrima o handball. Es probable que, para 2017, haya más inscriptos que otras temporadas en las inferiores de los clubes que tienen hockey masculino: a partir de ahora, aspirar a ser un león tendrá otra dimensión en el universo de nuestros pibes deportistas. No es poco que cualquiera de estas cosas suceda como consecuencia de un Juego Olímpico consumido masivamente a través de la tele o sus subsidiarias digitales (tabletas, computadoras o teléfonos celulares; siempre televisión mediante).

Pero esa borrachera olímpica dura lo que cualquier otra borrachera. Basta un golpe de realismo para que sólo aquello con suficiente consistencia sobreviva a una cotidianeidad que nos arrastra por caminos muy lejanos del de un velódromo, una pedana o un tatami. En el día a día nos superan las tarifas del gas, los procesos judiciales que se acumulan como moscas en un basural y el kilo de uvas a cien mangos. Ni que hablar de esa peculiar costumbre de que, cualquiera sea el motivo, los porteños cortemos cualquier calle, a cualquier hora de cualquier día. Exigiendo el derecho a visibilizar nuestro reclamo, quienes sólo queremos joder a un gobierno bastardeamos el drama de aquellos que se quejan porque no tienen ni para la leche de sus pibes.

Y en el deporte, todo se lo vuelve a devorar el fútbol. Ese desejemplo que es la AFA se permite sobrevivir en medio de las peores miserias porque vende el producto que más consumimos.

Ni el transporte, ni la educación, ni el pan ni el cordero patagónico. El fútbol es eso que necesitamos tener a como dé lugar. No importa si no podemos ir de visitantes, si la plata de nuestros impuestos se la llevan dirigentes que no la usan para lo que se comprometieron o si no conocemos más que a tres jugadores en la foto del debut del equipo del que somos hinchas. Queremos fútbol. Y que nos dejen de joder con esa pavada del bádminton, los saltos ornamentales y el yachting. Ya tuvimos suficiente con dos semanas de Phelps, Del Potro, Lange y Carranza. Ahora sólo queremos ese juego que nos fascina a punto tal que ni siquiera nos preguntamos cómo es que en los laterales un señor no pueda pasarle con la mano la pelota a otro señor con sus mismos colores.

Por cierto, lejos está de ser el nivel del espectáculo lo peor del asunto. Finalmente, el fútbol sigue siendo un juego y, como tal, tiene el encanto de lo imprevisible. Y tanto esperamos a veces por un River-Boca para terminar disfrutando de un Aldosivi-Patronato. Todo bien con la parte lúdica, aunque sigamos usando la plata de las cloacas y las rutas para financiar a señores que, a veces, tratan de que el fútbol se aleje cada vez más de su esencia de juego.

El problema profundo es el del retroceso institucional permanente. El fútbol argentino está, estructuralmente, peor que antes de la creación del Fútbol para Todos. Y hoy, a nueve meses de un nuevo gobierno, está peor que cuando se empató una votación con número impar de electores. Está visto que el real problema de nuestro fútbol es que jamás toca fondo; siempre hay algún metrito más de mugre para descubrir.

Como con tantas cosas de la vida, el paso del tiempo nos expone a buenas y malas que dejan en el olvido –y sin solución– aquellas cuestiones que, hace horas, nos resultaban omnipresentes. Algo así como el lado perverso del maravilloso derrotero olímpico, en el que suceden tantas cosas que las lágrimas de la encantadora Fernanda Russo parecen haber sido del siglo pasado y confundimos a Katinka Hosszú con la amiga húngara que le faltó a Harry Potter.

En esa línea, los hinchas de fútbol no nos detenemos en nada. Por eso se sigue adelante pese a que el torneo que acaba de comenzar lo organiza una entidad que no logró suceder a Grondona a más de un año de su muerte. Es decir, un torneo organizado por nadie que pueda asegurar ser el poder legítimo de la entidad.

Tampoco se detienen los dirigentes, que presentan las flamantes adquisiciones con pretensión de gran cosa cuando la mayoría no podría explicar bajo juramento cómo es eso de que se echan futbolistas y técnicos, se contratan futbolistas y técnicos y en simultáneo le piden al Estado un dinero que tampoco les alcanza.

Recuerdo, en los 70, la emoción que me producía escuchar por radio el anuncio del sorteo del calendario. Esperar ansiosamente el primer partido de viernes –único de la fecha que se veía en directo por tele– y bloquear mi vida para una tarde de domingo en la cancha o en mi dormitorio marcando con palitos los goles de cada equipo. Pese a que no se trataba justamente de tiempos bellos, cientos de miles de argentinos esperábamos ansiosos esa primera fecha que significaba, entre otras cosas, volver a ver a nuestros jugadores, renovar una ilusión y honrar ese entusiasmo poblando las mismas tribunas que hoy se mueren de vacío.

No tengo dudas de que a muchos de ustedes les pasará lo mismo. El comienzo de un torneo es el más democrático de los momentos futboleros. Sin embargo, nos desesperamos por el único espectáculo público al cual no podemos asistir libremente. El más popular de los deportes es, estructuralmente, uno de los más discriminatorios. Y encima privilegia a los indecentes por encima de aquellos que bancamos el negocio.

Como si hiciera falta alguna muestra más, el comienzo de este nuevo campeonato –otro Transición hacia un destino que nadie conoce– te anuncia la novedad de que, en la Capital Federal, habrá que llevar el DNI para entrar en los estadios. Lo que no sería en absoluto molesto e inadecuado si no fuera porque los decentes seguiremos compartiendo tribunas con los mercenarios, que es a quienes justamente se debería detectar y echar a partir de la presentación del documento.

Te apuesto lo que no tengo que, en la cancha en la que estés, verás a los barras de siempre. Y que el control será, una vez más, para nosotros, la gilada.