La historia de la humanidad y la historia de la culpa duran más o menos lo mismo. Tanto que una historia de la humanidad, antes de la llegada de la culpa, no abarcaría más que unas pocas horas. Unas pocas horas de Edén y ¡zas! la culpa ya estaba ahí, en forma de manzana, en forma de macana. De ahí en más, el recorrido es más que cuantioso por cierto: de Edipo Rey de Sófocles a Crímenes y pecados de Woody Allen, pasando por Crimen y castigo de Dostoievski (Woody Allen significativamente puso “pecados” en lugar de “castigo”). Claro que ya no podemos leer esa extensa historia sin la Genealogía de la moral y Más allá del bien y del mal de Nietzsche, ni sin lo que dice Michel Foucault sobre la confesión en el primer volumen de la Historia de la sexualidad (a esas referencias mayores quisiera agregar otra, acaso menor: la primera vez que me comí un “Sin culpa”, el alfajor rosarino, lo hice suponiendo que era light. Fue un error de mi lectura culposa; de eso se trataba, justamente: de que no lo era).
Esta cuestión nunca pierde vigencia, pero ahora se ve exasperada a causa de la pandemia. Porque junto con la culpa viene siempre también esto otro: a quién echarle esa culpa (¿a Eva, por haber tentado a Adán? ¿A Adán, por haberse dejado tentar por quien fuera su costilla? Ya sabemos de qué forma expeditiva zanjó Dios este dilema). La pandemia de corona virus trajo consigo otra igual de fuerte, la de la echada generalizada de culpas, como si una impensada sugestión de apocalipsis hubiese precipitado todo un clima de Juicio Final: la culpa es de los chinos (según Trump), la culpa es de los que viajaron al exterior (según los que no viajaron), la culpa es de los que se contagian (según algunos funcionarios), la culpa es de Alberto Fernández (según Baby Etchecopar, que se contagió), la culpa es de los runners (según los sedentarios), la culpa es de CABA (según provincia), la culpa es de provincia (según CABA), la culpa es de los que comen animales (según los veganos), del chancho (por haber comido) y, por fin, del que le da de comer.
Lo otro del echar culpas no tiene por qué ser el cinismo displicente del que se burla porque nada le importa, ni tampoco la negligencia del que compromete la salud de los otros asignando a ese gusto macabro el nombre impropio de libertad. Queda claro, en cualquier caso, que la máquina de inculpar (que por momentos opera a destajo) o la máquina de mortificar (la que dice que hay que sufrir, porque hay otros que están sufriendo) han de resultar decisivas en su función metafísica de la salvación de las almas; pero poco aportan, en lo terrenal, al cuidado de los cuerpos. Ahí cuentan otros factores, materiales: que un paso largo es un metro, que hay agujeros en la nariz, que escupimos cuando hablamos, que la voz traspasa telas, cosas concretas de esa índole.