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MARTINO, SU NEWELLS Y LA CONMOVEDORA DEFENSA DE UNA IDEA

Sinfonía en rojo y negro

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“Horas después, cuando Julián salía del dormitorio de madame Rênal, habría podido decir, como los héroes de novela, que todas sus aspiraciones, todos sus deseos, estaban satisfechos”.
Stendhal (1783-1842), nacido Henry-Marie Bayle; de su novela “Rojo y negro” (1830).

Ustedes sabrán disculparme, pero en esta columna no encontrarán críticas o elogios a Lanata, ni indicios que comprometan aún más al portero de la calle Ravignani. Lo siento. El tema, acá, es el fútbol. En lo que tiene de lúdico y como síntoma de una sociedad ametrallada con información cada vez menos confiable. El juego, entonces, funciona como espejo de lo que somos. Y no es bonito lo que refleja; sin maquillaje, con la excusa de la pasión que todo lo justifica.
Un buen ejemplo –de lo peor– es la dirigencia de Racing que autorizó, alentó y participó del “B-lorio”, una ceremonia de pésimo gusto con la que se celebró –con “la espantosa risa del idiota” que cita Rimbaud en Una temporada en el infierno– el descenso de Independiente. Ataúdes rojos, fantasmas, velas, humo y globos negros, la marcha fúnebre de Chopin que sonaba en los parlantes de un estadio súbitamente en penumbras. Una porquería. La sanción de la AFA es simbólica y no cambia nada. Si los que conducen tienen esa cabeza… uf, estamos vivos de milagro, muchachos.

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La maratón mediática que sigue el caso Angeles las 24 horas del día –como antes hacían con Tinelli– al menos me dejó algo. Una frase inquietante que agitó mi memoria. “La mejor causa puede caerse a fuerza de nulidades”. Virtud de una buena defensa, aclaran los penalistas, que no dejaron sillas vacías en los estudios de televisión. Suena conocido. Nuestra historia es rica en nulidades. Nulidades con poder –y banda presidencial– que se cargaron las causas más nobles y nos dejaron caídos, sin nada. El fútbol repite la historia y la lleva al extremo. La única causa que despierta consenso, unanimidad, es la del que vence. Pura voluntad de poder. La lógica del peronismo, en cualquiera de sus infinitas versiones –políticas, sentimentales, paródicas–, funciona igual. Por eso –circular– gana siempre, aunque pierda.

Pero volvamos al fútbol. Donde, entre tanto vuelo bajo, hay espacio para casos admirables. Como el de Martino y su Newell’s, que de su mano y en un año, pasó del abismo a la cima, sin escalas.
Por cierto, su mérito no se agota en la banalidad de haber sumado más puntos que los otros. Su gran virtud fue respetar una historia, una tradición, un estilo. El respeto, sin embargo, no tiene buena prensa. Es visto como una debilidad por aquellos que ven al segundo como el primer perdedor. Martino reivindicó una idea –¡por fin alguien!– que su club tuvo y perdió durante el despótico reinado del señor López. Varios jugadores llegaron desde Europa por amor a los colores –mientras hoy más de uno huye de Boca, sin disimulo– y para honrar esa identidad, que es la suya. Porque Maxi Rodríguez, Heinze, Scocco –como Martino–, se formaron en esa casa. Y allí fueron, a pelear para salvarlo del descenso.

Maschio en el Racing de 1966; Francescoli en el River de los 90; Verón, que repitió la hazaña de su padre en Estudiantes. Por alguna razón, si la decisión la motiva el sentido de pertenencia, la entrega, el desinterés –y no un capricho de niño rico que quiere cerrar su carrera con la foto soñada–, la aventura termina con gloria y vuelta olímpica. Mágica, rigurosa justicia futbolera.

El caótico sistema nativo los castigó con absurda dureza. Newell’s se consagró campeón en Chaco, horas antes de jugar una eliminatoria por Copa Argentina contra Talleres de Córdoba que, obvio, perdió. Superar el shock emocional y concentrarse como un profesional en minutos es cosa de máquinas, no de humanos. ¿Algo más? Sí. “Aunque todo lo demás falle, siempre podemos asegurarnos la inmortalidad cometiendo algún error espectacular”, ironizaba John Kenneth Galbraith. Y lo hicieron, otra vez.

Newell’s debió jugar con sus titulares una insólita Súper Final contra Vélez, el campeón del Inicial, por un cheque gordo, copa y un campeonato “argentino” –que no invalidaba a los otros, salieron después a aclarar de urgencia– ¡cuatro días antes del partido de ida por las semifinales de Copa Libertadores contra el Atlético Mineiro de Ronaldinho! Si lo ensayan, no les sale tan mal.

Con semejante carga por delante, no era raro que sufrieran el partido. Eso pasó. Estuvieron ahí… y se apagaron cuando Scocco falló el penal que dejó a Vélez sin Cubero. Perdieron, con un jugador más. Intentaron como siempre, por abajo, verticales, tocando, reiniciando el circuito para buscar claros, el error del rival. No funcionó. Se los vio desgastados, tensos, sin ideas. Pero nadie se quejó. Tristes, dignos, se quedaron para aplaudir al vencedor que festejaba en el podio. Una postal de otros tiempos.

La paradoja final –título, festejos; tres derrotas consecutivas con Talleres, Argentinos y Vélez; un técnico firme en su decisión de irse– no pudo con ellos. El equipo resurgió contra Mineiro. Un 2- 0 –notable tiro libre de Scocco con comba por afuera al palo de la barrera; un joya de precisión y potencia–, que les permite ir a Brasil con chances sólidas de llegar a la final.

Ojalá la ganen. Lo merecen; Juegan lindo, plantan a sus centrales en el medio y sueltan los laterales cuando atacan; rotan, sostienen su 4-3-3 ofensivo, al límite, aunque la mano venga mal como contra Vélez o enfrente tengan a Ronaldinho y los suyos, listos para liquidarlos de contra.

¿Y si no ganan? Nada cambiará, pese a Scocco, que teme que una derrota los deje sin nada. Imposible. Nada le quitará a esta historia de amor su buen final. Nació en la sombra y terminará, estrella más, estrella menos, con brillo. Está escrita. No depende de nada.
Mucho menos, de la desangelada estadística de los burócratas del éxito.