COLUMNISTAS
el tenis argentino y la falta de estructuras

Sólo obstinaciones individuales

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Es un fin de semana de nostalgia copera. Por primera vez en doce años, los cuartos de final de la Copa Davis no tuvieron al equipo argentino como protagonista. Nada que sorprenda: desde este mismo espacio, habíamos advertido que había que observar con los ojos –y la cabeza– bien abiertos la serie que se venía –y que se perdió– con Italia. No se trata de andar vendiendo humo de gurúes o pitonisos. Mucho menos, periodismo de anticipación. Creo que se trató más de abrir el paraguas que de cualquier otra cosa. El tenis argentino viene avisando a los gritos y desde hace tiempo que, para evitar andar colgado de los raqueteros de la generación espontánea, es saludable armar estructuras y diseñar políticas.
Aviso a los gritos, pero a oídos sordos.

Más allá de la ausencia argentina y a falta de las definiciones de hoy –sólo República Checa, el bicampeón, resolvió su pleito en los tres primeros puntos–, estos días de Davis pueden tomarse de muchos modos, menos con indiferencia. Para algunos, que la mitad de los partidos hayan terminado en sorpresivos –en algún caso, inauditos– triunfos de los peores rankeados es una señal de decadencia, de ausencia de los mejores. Para otros –me incluyo–, es la señal inequívoca de que jugar la Davis es poco menos que otro deporte al tenis que recorre el planeta once meses por año. Un alemán ignoto le ganó a Tsonga, de visitante, en cinco sets y después de salvar un match point. Golubev, un kazajo que este año perdió hasta con el 660 del mundo, derrotó inobjetablemente en cuatro sets a Wawrinka, ganador del único Grand Slam de 2014 y número 3 de la ATP. También lo hizo jugando fuera de su casa. Los mismos Golubev y Wawrinka se enfrentaron, pero en dobles. Al primero, lo acompañó un señor nacido en Rusia cuyo nombre no me animo a deletrear. Al otro, lo apuntaló un tal Roger Federer. Los impensados ganaron un partido que, por hábitos y jerarquías, sólo se hubiese podido dar o en la Davis o en un juego olímpico. Y Kamke (Alemania) derrotó a Benneteau (Francia) en Nancy. Y hasta en las competencias regionales de las que surgirá el rival de la Argentina en el repechaje el diablo metió la cola.

A la par de mi optimismo, no puedo dejar de admitir que esta Davis 2014 es deforme. La España de Nadal, la Serbia de Djokovic, la Argentina de Del Potro y los Estados Unidos de nadie en especial ni siquiera pasaron la primera rueda. Y justo este año, en que Federer decidió meter la ensaladera en su calendario, a Wawrinka se le acabó el diesel en el primer mes de la temporada. Ojalá se inspire hoy, aunque el domingo tenístico termine siendo interminable pero habilite a Roger a sacar otra vez el violín del bolso.

Quienes se apoyen en estos elementos para augurar un futuro de catástrofe y extinción a uno de los más prestigiosos y codiciados trofeos anuales del deporte habrán prescindido de los más elementales libros de historia. El tenis sobrevivió muchas veces a presuntas hecatombes. Lo hizo cuando, durante casi una década (1962 a 1968), varios de los mejores tenistas eligieron pasarse al bando de los profesionales, sincerarse y dejar de cobrar para ser amateurs. Tanto pudo digerir el trance que el mismísimo Rod Laver, que abandonó el circuito tradicional ganando el Grand Slam de 1962, regresó para obtener el primero de la Era Abierta, en 1969.

Seguramente, el más elocuente caso respecto de la supervivencia que tiene el tenis como espectáculo, aun por encima de sus figuras –advierto que sólo fueron episodios esporádicos y no una continuidad que seguramente pondría en jaque cualquier estructura– fue el de Wimbledon de 1973.

Durante ese año, la Federación Internacional de Tenis sancionó al yugoslavo Nikki Pilic por negarse a jugar por Yugoslavia una serie de Davis ante Nueva Zelanda. Se le prohibió expresamente jugar en Wimbledon. La reacción de la aún jovencita Asociación de Profesionales del Tenis (tal la traducción que responde a la sigla ATP) fue boicotear cualquier torneo del que Pilic fuera excluido. Muchas de las grandes figuras de la época se negaron a viajar a Londres. Dos circunstancias explican por qué hablo de la permanente absorción de cataclismos que tiene el tenis de alto nivel. Por un lado, el 8 de junio, día en el que el checo Jan Kodes derrotó al soviético Alex Metrevelli en la final de singles, se supo que esa edición había sido la de mayor asistencia de público en la historia del máximo torneo mundial. Por el otro, ninguna ruptura se produjo entre quienes no jugaron y quienes sí lo hicieron, entre quienes sobresalieron unos muchachos de apellido Connors y Borg.

Es decir, por mucho dinero que haya en juego y por muchos negocios anexos que sobrevuelen este deporte, el arraigo y la tradición son costumbres que siguen vivas, fundamentalmente, de la mano de nosotros, los hinchas. Si en Wimbledon volviese a ganar Federer sería histórico. Pero si le tocase al indio Somdev Devvarman será consagrado como merece un campeón. ¿O acaso alguien se creyó de verdad el cuento de que en Roland Garros se aborreció de la final entre Gaudio y Coria de 2004? Ni un poco.

Aunque no nos gusten las medias tintas, el tenis sigue siendo hoy un gran negocio con dinámica contemporánea que no consigue despegarse de sus raíces.

Empieza a terminar este fin de semana de nostalgia copera.

¿Habrá gente importante reflexionando sobre lo que sucede con nuestro tenis? ¿O creerán que esta ausencia es obra de la mala suerte y que todo se solucionará llevando a Del Potro ante el altar del reverendo Dwight Davis? ¿Pensará alguien cómo es que, desde que hace cuarenta años Guillermo Vilas metió una raqueta en nuestras vidas, jamás tuvimos un espacio físico donde construir un centro nacional de tenis? ¿Por qué nunca se averiguó cómo hizo David Nalbandian para jugar bien en todas las canchas? ¿O tomar como modelo a Guillermo Coria, para que nuestros chicos jueguen encima del pique de la pelota y parados en la línea de fondo? ¿Por qué es tan frecuente ver que en todos los niveles formativos a la mayoría de los jugadores –inclusive a los malos aficionados, entre los que me incluyo– se les deja para el final la práctica del saque –si es que queda tiempo–, siendo el único golpe que se ejecuta sin depender del rival? ¿Dónde podría un chico argentino aprender a jugar en canchas cubiertas, que es donde se juega un tercio de la temporada? ¿Cómo podría un profe explicarle a ese chico que un tenista crece aprendiendo a sacar y a volear, a atacar y a jugar un slice, y que no se crece ganando partidos en etapas formativas pasando pelotas desde el fondo?

Estas preguntas se reproducen por decenas. Y aparecen muchos más nombres que los de Nalbandian y Coria, jugadores que, recordémoslo, viajaron por el mundo como juveniles con el apoyo de la AAT. Es que el riquísimo tenis argentino ha dejado pasar demasiadas chances para afianzar una idea y un proyecto. Pero nuestra gloria ha sido –y parece que será– mucho más consecuencia de obstinaciones individuales que de una estructura.

Tal vez estemos a tiempo de pegar pronto una vuelta de tuerca. Y que no sea perder la categoría en la Davis lo que nos sacuda la modorra.