La veía, claro, en aquel viejo programa de la televisión trash, esa especie de experimento en el bochorno que funcionó y desde entonces no dejó de expandirse en la pantalla chica nacional. La veía dando el espectáculo de gritos, escándalos y tironeo de mechas. La veía, la veía; después dejé de verla, y después me la olvidé. Me la olvidé: se borró de mis recuerdos. Tanto que nunca me puse a buscarla en las redes (¿cómo iba a hacerlo, si me la había olvidado?).
Ahora le entabló un juicio a Google, un juicio de derecho al olvido, para que en ese buscador no aparezca inmediatamente asociada al lastimoso programa de aquel tiempo. Hizo un juicio y lo ganó; la noticia salió en los diarios con su nombre y apellido y sus fotos (sus fotos de entonces, sus fotos de ahora); en algunos portales esa noticia salió y permanece todavía, no ha sido dada de baja (ya no corre del todo aquello del papel que sirve para envolver huevos). Ganó el juicio del derecho al olvido y fue entonces que me acordé de ella. Hizo el juicio y lo ganó y desde entonces ya no puedo olvidarla, como antes la había olvidado.
De la memoria ya sabemos, lo sabemos por Henri Bergson, que está la voluntaria y está la involuntaria. Pero, ¿y con el olvido, qué? ¿Sobreviene en un dejarse estar de letargo y abandono, o se lo puede producir adrede, con una premeditada intención? “Solo una cosa no hay, es el olvido”, escribió sabidamente Borges. César Aira, por su parte, tramó una y otra vez esta variante, la de la distracción. No hay olvido pero sí pasar a otra cosa, cambiar de tema, cambiar de vida (la chica de aquel programa cambió completamente de vida, y por eso reclamó el olvido).
Hay aún otra variante: la de grabar un recuerdo falso encima del recuerdo cierto, tapar una cosa con otra tal como se hacía por caso con los viejos casetes. Hay quienes, en asuntos de historia política, se ocupan casi exclusivamente de eso.