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Solos con otros

Pero el mar frente a las islas es también el lugar del naufragio, eso lo sabe la poesía inglesa, del romanticismo en adelante, como nadie.

26-10-2020-Logo Perfil
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Leyendo Antología de poetas ingleses modernos (Gredos, Madrid, 1962, introducción de Dámaso Alonso), libro que incluye poemas traducidos por Jaime Gil de Biedma, Wilcock, Leopoldo Panero, Silvina Ocampo, José Antonio Valente, entre otros, encuentro esta frase en un poema de W.B Yeats, llamado “Innisfree, la isla del lago”: “Quisiera irme, e irme hacia Innisfree,/y alzar allí una choza de zarzas y de arcilla:/nueve surcos de alubias tener, y una colmena,/y en la cañada entre el rumor de abejas vivir solo”(traducción Jaime Ferrán). Más tarde, me topo con este otro pasaje, de un poema de Edith Sitwell llamado “Marino, ¿qué hay de las islas?”: “-Volví por el largo mar solitario/y un solo anhelo me acucia:/vivir con los hombres, pues ya había olvidado lo Inmenso” (traducción de Mariano Manent). En el poema de Yeats se quiere ir hacia unas islas míticas para vivir solo, y en el de Sitwel, al contrario, el marinero quiere volver para vivir entre los hombres. Entre esos dos polos transcurre no solo la poesía (la poesía inglesa moderna, hecha de dioses caídos, elegías oscuras, e islas de las que se entra para no salir y se sale para nunca más volver a entrar) sino la literatura toda entera y, tal vez exagerando, la propia filosofía moderna. 

Solo, aislado, liviano, rodeado de la naturaleza, es decir, a salvo de la sociedad; o en compañía de los nuestros, de los otros, de los rostros, colocando a la poesía como irremediablemente civil. Esa tensión es irresoluble. O, cruzando el Canal de la Mancha, solo es resuelta por Baudelaire: la experiencia de la soledad en la multitud. El caminante que deambula entre medio de la masa, del flujo incesante de la ciudad moderna, el que repara en los márgenes, los restos, los laterales (la prostituta, la pelirroja, el mendigo, el viejo decrépito) para continuar su camino hecho de miles de monólogos solitarios. Entre medio de una multitud se puede estar más solo que en una isla desierta.

Pero el mar frente a las islas es también el lugar del naufragio, eso lo sabe la poesía inglesa, del romanticismo en adelante, como nadie. Gerard Manley Hopkins tiene un poema hermoso sobre el tema, que en castellano tradujo Salvador Elizondo, por supuesto no incluido en la Antología, que es anterior a esa traducción. Ocurre que, como en una isla desierta, en un naufragio nunca se está solo. Incluso en el naufragio de una pequeña embarcación, con un solo tripulante, siempre hay alguien que nos acompaña. Es la figura del naufragio con espectador, sobre la que escribe Hans Blumenberg, citando a Shopenhauer: “Pues así como el marino, cuando el mar irritado ruge furiosamente levantando monstruosas olas que cubren el horizonte, permanece sentado en su barco, tranquilo y confiado en su débil embarcación, así el hombre, en su mundo lleno de dolores, permanece aislado y sereno”. Algo así no es ajeno a Herder, que entusiasmado por los vientos que llevarán a la Revolución Francesa, viaja hacia Francia y, durante el regreso en enero de 1770, su barco se va a pique entre Amberes y Ámsterdam. Luego escribirá: “Me convertí en filosofo en el barco”. Volviendo a Blumenberg, ahora citando a Burckhardt: “Toda idea sucesiva sobre el ¿cómo? sería engañosa, si bien sería en sí una curiosidad perdonable la de interrogarnos sobre qué ola de este mar marchamos, actualmente, a la deriva”.