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Sombras nada menos

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La eterna paradoja del Bafici: ¿por qué las buenas películas no son más populares que las malas?
La sombra es un film obligatorio, íntimo, explosivo. Javier Olivera registra la demolición forzada de la casa de su padre Héctor, el famoso cineasta y productor. En una edición de años, desgarros y terapias, superpone su registro del derrumbe sobre los Súper 8 que, en 1974, el año de La Patagonia rebelde, capturaron la construcción de ese templo inexpugnable de visitas extravagantes, mucamas paraguayas, y una familia acorralada por un país en llamas. El auge y derrumbe de la productora Aries (emblema indeleble del cine local) se cuentan desde una mirada familiar para adquirir una universalidad irreductible. El sonido de Zypce (una presencia autónoma, coautor desaforado de esta aventura audiovisual emocionante) desfasa lo que Olivera calca sobre transparencias anteriores o posteriores. El palacio de Simonides (cuyo techo aplastaría a los comensales para dar así lugar al concepto de “memoria” como “arquitectura de las víctimas”) es replicado sobre la casa de este huérfano grande que se construyó a sí mismo y calcada a su vez sobre el otro plan, el del niño –el narrador– que debe apartar la sombra enorme de esa casa, de ese padre, para hallar su lugar entre tantos pasillos y jardineros de macumba y amables burgueses amigos de intelectuales comunistas.

Desmontar una casa es cruel, costoso y desgastante. Hacer un film sobre la saña animal de las excavadoras y el desguace de pinoteas, tejas, porcelanas, es un prodigio. Olivera no le teme al preciso paisaje de fantasmas; lo arriesga todo y se presenta –también– como el villano: él no sólo filma sino que “es” la destrucción, la grúa maldita; encarna el desmenuzamiento de la figura del padre y nos interpela de modo íntimo a todos los que somos hijos y padres, y de modo público a todos los que vivimos los años más raros y más duros de este país hecho de ficciones anarquistas enganchadas a charadas de Olmedo y de Porcel.