Era un día luminoso en la agitada Trípoli. Muamar Kadafi había muerto la semana anterior. El Consejo Nacional de Transición había proclamado oficialmente la liberación del país, y la noche anterior, en la Plaza Verde, rebautizada con su antiguo nombre de Plaza de los Mártires, se reunieron una vez más multitudes de tripolitanos eufóricos gritando los nombres de Alá y de Libia, entre cantos revolucionarios y ráfagas de kalashnikovs. Libia sin Kadafi… Era inimaginable. Vehículos abigarrados recorrían la ciudad, cargados de rebeldes sentados en el capot o en el techo, asomándose por las ventanillas, agitando banderas al viento. Tocaban la bocina, cada uno de ellos blandía su arma como si fuera una amiga preciosa que llevara a una fiesta, que merece un homenaje. No todos habían luchado desde la primera hora o con el mismo valor. Pero eso no importaba: desde la caída de Sirte, último bastión de Kadafi, y su fulminante ejecución, todo el mundo se proclamaba rebelde.
Soraya los observaba de lejos y se sentía triste. ¿Era ese ambiente de ruidosa alegría lo que volvía más amargo el malestar que sentía desde la muerte de Gadafi? ¿La glorificación de los “mártires” y los “héroes” de la revolución la devolvía a su triste condición de víctima clandestina, indeseable, vergonzante? ¿Había comprendido de pronto la magnitud del desastre de su vida? No encontraba las palabras, no podía explicarlo. Sólo sentía la quemadura del sentimiento de injusticia absoluta. La angustia de no poder expresar su dolor y gritar su indignación. El terror de que su desgracia, inaudible en Libia, y por lo tanto imposible de contar, se considerara exageradamente escandalosa. No debía ser así. No era moral.
Soraya mordisqueaba su chal cubriendo nerviosamente la parte inferior de su rostro. De sus ojos brotaron lágrimas, que enjugó de inmediato.
—Muamar Kadafi destruyó mi vida.
Necesitaba hablar. Recuerdos demasiado pesados sobrecargaban su memoria.
“Suciedades –dijo, que le provocaban pesadillas–. Aunque lo cuente, nadie, nunca, sabrá de dónde vengo ni qué es lo que he vivido. Nadie podrá imaginarlo. Nadie. –Meneaba la cabeza con expresión desesperada–. Cuando vi el cadáver de Kadafi expuesto ante la multitud, experimenté una breve sensación de placer. Luego sentí un gusto amargo en la boca. Hubiera preferido que estuviera vivo, que lo capturaran y que lo juzgara un tribunal internacional. Quería pedirle explicaciones.”
Porque ella fue una víctima. Una de esas víctimas de las que la sociedad libia no quiere oír hablar. Esas víctimas cuyo ultraje y cuya humillación manchan al conjunto de la familia y de la nación.
Esas víctimas tan incómodas y perturbadoras que sería más sencillo convertirlas en culpables. Culpables de haber sido víctimas. Desde la altura de sus veintidós años, Soraya rechazaba con fuerza esa idea. Ansiaba justicia. Quería dar su testimonio. Lo que le habían hecho a ella y a muchas otras no le parecía ni insignificante ni perdonable. Contaría su historia: la de una niña de apenas quince años, señalada durante una visita de Muamar Kadafi a su escuela y raptada al día siguiente para convertirse, junto con otras muchachas, en su esclava sexual. Secuestrada durante varios años en la residencia fortificada de Bab al Azizia, fue golpeada, violada y expuesta a todas las perversidades de un tirano obsesionado por el sexo. El le robó su virginidad y su juventud, negándole así todo futuro respetable en la sociedad libia. La joven lo comprobó con amargura. Después de haberla llorado y compadecido, su familia la consideraba ahora una prostituta. Irrecuperable. Ella fumaba.
—“Ya no encajaba en ninguna parte. No sabía adónde ir.”
Me quedé desconcertada. Volví a Francia, conmocionada por Soraya. Y conté su historia en una nota publicada en Le Monde, sin revelar su rostro ni su identidad. Era demasiado peligroso. Ya le habían hecho bastante daño sin eso. Pero la nota fue levantada y publicada en todo el mundo. Era la primera vez que aparecía un testimonio de una de las jóvenes de Bab al Azizia, ese lugar lleno de misterios. Algunos sitios kadafistas lo desmintieron con violencia, indignados de que se destruyera de ese modo la imagen de su héroe, que supuestamente había hecho tanto por “liberar” a las mujeres. Otros, aunque conocían las costumbres del “Guía”, lo consideraron tan aterrador que les costó creerlo. Los medios internacionales trataron de encontrar a Soraya. Fue en vano. No dudé ni un segundo de lo que ella me había contado. Porque me llegaron otras historias, muy parecidas, que me demostraron la existencia de muchas otras Sorayas. Supe que centenares de mujeres jóvenes habían sido raptadas por una hora, una noche, una semana o un año, y obligadas, por la fuerza o por medio del chantaje, a someterse a las fantasías y las violencias sexuales de Kadafi. Que él disponía de redes que involucraban a diplomáticos, militares, guardaespaldas, empleados de la administración y de su servicio del protocolo, cuya misión esencial era procurarle a su amo mujeres jóvenes –u hombres jóvenes– para su consumo diario. Que algunos padres y maridos –a veces, incluso ministros– encerraban a sus hijas y sus esposas para sustraerlas a las miradas y a la codicia del Guía. Descubrí que el tirano, nacido en una familia de beduinos muy pobres, gobernaba por medio del sexo, obsesionado por la idea de poseer algún día a las esposas y las hijas de los ricos y los poderosos, de sus ministros y generales, de los jefes de Estado y los soberanos. Estaba dispuesto a ponerles precio. Cualquier precio. No tenía ningún límite. Pero la nueva Libia no estaba dispuesta a hablar de eso. ¡Tabú! Y sin embargo, no se privaban de hostigar a Kadafi y exigirle que arrojara luz sobre sus cuarenta y dos años de infamias y de poder absoluto. Describían los maltratos infligidos a los prisioneros políticos, las violencias contra los opositores, las torturas y los asesinatos de rebeldes. No se cansaban de denunciar su tiranía y su corrupción, su hipocresía y su locura, sus manipulaciones y sus perversiones. Y se exigían reparaciones para todas las víctimas. Pero no se quería oír hablar de los centenares de mujeres esclavizadas y violadas por él. Ellas tenían que esconderse o emigrar, sepultadas bajo un velo, con su dolor bien guardado en el equipaje. Lo más sencillo hubiera sido que murieran. Y algunos hombres de sus familias estaban dispuestos a encargarse de ello.
Regresé a Libia para volver a encontrarme con Soraya. Recogí otras historias y traté de analizar las redes de complicidades al servicio del tirano. Una investigación efectuada bajo una fuerte presión. Las víctimas y los testigos seguían viviendo con el terror de abordar ese tema. Algunos sufrían amenazas e intimidaciones. “¡Por su bien y el de Libia, abandone esa investigación!”, me aconsejaron muchos interlocutores, antes de colgarme bruscamente el teléfono. Y en su prisión de Misrata, donde pasa ahora sus días leyendo el Corán, un joven barbudo –que participó en el tráfico de jovencitas– me gritó, exasperado: “¡Kadafi está muerto! ¡Muerto! ¿Para qué quiere desenterrar sus escandalosos secretos?”. El ministro de Defensa, Osama Juili, compartía esa idea: “Es un tema de vergüenza y humillación nacional. ¡Cuando pienso en las ofensas infligidas a tantos jóvenes, incluso a soldados, siento tanta repugnancia! Le aseguro que lo mejor es callarse. Los libios se sienten colectivamente sucios y quieren dar vuelta la página”. ¿De veras? ¿Algunos crímenes deben ser denunciados y otros deben ocultarse como si fueran secretitos sucios? ¿Algunas víctimas son bellas y nobles, y otras son vergonzantes? ¿Hay que honrar, gratificar y compensar a algunas de ellas, y sobre las otras es preferible “dar vuelta la página”? No. Es inaceptable. La historia de Soraya no es una anécdota. Los crímenes contra las mujeres –que el mundo aborda con ligereza, si no con complacencia– no constituyen un tema insignificante. El testimonio de Soraya es muy valiente y debería leerse como un documento. Lo escribo bajo su dictado. Sabe contar y también tiene una excelente memoria. Y no soporta la idea de una conspiración del silencio.
*Escritora y periodista.