Berta Koszuk de Losz tenía 67 años, era empleada en una oficina y caminaba por Pasteur al 600 rumbo a su trabajo a las 9.53 del 18 de julio de 1994, al mismo tiempo que Andrea Guterman, una maestra jardinera de 28 años, buscaba un empleo en la bolsa de trabajo de la AMIA. En ese instante, Cristian Degtiar, de 21 y estudiante de Derecho, al igual que Noemí Reisfeld, de 36 y asistente social, y Marisa Said, de 22 y alumna de la carrera de Ciencias de la Educación, cumplían con sus funciones diarias en la mutual judía. Ese día quedaron hermanados para siempre.
Desde hace 15 años, sus familias, al igual que las de las otras 80 víctimas, sufren su ausencia y luchan día y noche en busca de justicia. Sus vidas han cambiado para siempre. Al dolor, se le suma el desgaste de estos años sin respuestas; sin embargo, siguen adelante con la esperanza de, alguna vez, ver presos a los culpables del atentado, para lograr que sus muertos descansen en paz. Estas son sus historias.
Sofía Guterman. “Si no estuviera en la lucha, ni escribiera, ni diera las charlas, creo que ya no estaría.”
Los primeros tiempos salía a la calle a buscarla, si veía una persona que de atrás era parecida, corría y, con disimulo, me daba vuelta delante de ella para ver si era. Me parecía que todo lo que había pasado no había sucedido, que Andrea estaba y tenía que buscarla. Me sigue pasando en el subte y en el colectivo: cuando veo a alguien que tiene sus rasgos, doy unos pasos y me coloco enfrente para mirarle la cara.
Después de que la sepultamos, iba a su casa todas las mañanas, bien temprano, levantaba las persianas, limpiaba todo y me sentaba. Cuando la cortina se movía, me daba la sensación de que el departamento tenía vida y que de un momento a otro podría llegar a tocarme el timbre. Fue una espera que duró seis meses, hasta que mi marido dijo: “Se terminó el masoquismo”. La mayor parte de las cosas las escribí allá.
Para mí, la escritura es todo, me ayuda a volcar sentimiento, a hablar con una persona que no está, a obtener respuestas de alguien que no me las puede dar. No soy escritora, lo hago sólo por la memoria (N del A: ya tiene publicados cinco libros).
Al año del atentado, también, empecé a dar charlas en las escuelas, porque tenía la necesidad de transmitir lo que sentíamos los familiares, para ponerle un nombre a cada víctima, una historia, una vida, un rostro y convertirlos en personas. Muchos chicos me preguntan qué haría si tuviera a mi lado a los asesinos. Como madre, les haría lo peor, pero como ser humano y civilizado quiero que los juzguen y los condenen.
Tengo miedo de que nunca llegue a encontrarse a los culpables y puede sonar contradictorio, pero también una leve esperanza, porque si no, no seguiría peleando. Puedo tener odio hacia quienes lo hicieron, pero no me nutro de eso, porque si no voy a terminar envenenándome a mí misma. La vida me cambió mucho. Soy como era antes, pero todavía más sensible, lloro muy fácil, a pesar de que públicamente doy una imagen de mujer dura.
Nuestras vidas ya están arruinadas, como las de las víctimas. Sigo sintiendo mucho vacío y dolor. Es mentira que el tiempo cura las heridas. Nosotros perdimos todo tipo de futuro porque ni siquiera podemos pensar en la alegría de un nieto. Esta casa podría haberse llenado de risas o llantos de chicos jugando o haciendo travesuras, de una hija con proyectos realizados, que no pudieron llevarse a cabo.
Siento miedo por lo que nos depara el futuro a mi marido y a mí porque estamos totalmente solos. Mi familia fue falleciendo y la de él también. Si estamos alegres se lo podemos comentar a un amigo, pero se terminaron muchas cosas que son comunes en las familias: las cenas, las fiestas, todo esto.
Voy a todos los cumpleaños a los que me invitan, no me pierdo ninguno, pero nunca canto el feliz cumpleaños. Siento que algo se rompió el 18 de julio del ’94. Por más que le siga deseando lo mejor del mundo a la gente, no puedo hacer algo que no me sale.
Cada minuto de la vida es importante porque un minuto me sacó lo que más quería. Me ayuda mucho lo que estoy haciendo. Si no estuviera en la lucha, ni escribiera, ni diera las charlas, creo que ya no estaría. Me costó muchísimo hablar sin quebrarme aunque muchas veces, estando frente a una clase, me emociono por alguna pregunta de algún chico. Esta es mi vida, bastante vacía.
Tengo conciencia de que Andrea no está, pero la resucito cuando la necesito, para llenar el vacío, manifestar el cariño y sentirme otra vez persona. Sigo hablando con ella, le cuento cuando hay una novedad en la familia, algo que me da bronca de la investigación o los cumpleaños de los hijos de una amiga. No es que no esté en mis cabales, soy muy sobria y sensata, pero es alguien que es parte de mi vida, y lo va a seguir siendo hasta que me muera.
Olga Degtiar. “Estar con los familiares y trabajar para hacer justicia son las muletas que hacen que me mantenga en pie.”
Ese día es como un hito, marca un antes y un después, es como si hubiera tenido dos vidas e, inclusive, dos caras. El que me conoció antes del atentado no puede creer que ésta sea yo. Al principio, estuve muchos meses sin poder dormir, sin conciliar el sueño, lo único que quería era correr por la calle y matar. Después decía: ¿a quién? No tengo una imagen del culpable, no soy una asesina. No lo hubiera podido hacer nunca. Pero el dolor es terrible y está intacto.
Estuve más de un año en el que se me borraron todos los lazos familiares. Ahora, tengo seis nietos, que están todos los domingos en mi casa. Cuando los veo, siento una gran plenitud, pero inmediatamente, eso se retrae y esa felicidad se corta, porque acá no sólo falta Cristian, sino todos los nietos que él me podría haber dado.
Es muy duro pensar que pasaron 15 años, aunque es como si hubiera ocurrido ayer. Cuando me levanto, siento que tengo que luchar para enfrentar el día. Estoy envejeciendo, los años se me están yendo y temo que me pase algo y me vaya sin saber que hay alguien en la cárcel que pague por algo de lo que hizo.
Estar con los familiares y trabajar para hacer justicia son las muletas que hacen que me mantenga en pie. Lucho porque si dejo eso me desmorono. Vivo tratando de moderar cualquier situación en el grupo porque temo perder este núcleo. Si estoy con una depresión terrible tirada en la cama y me llaman para reunirnos, me visto, me pinto y me voy. Tengo fuerzas para todo, pero después vuelvo a caer.
Cuando estoy sola en mi casa, lo llamo a Cristian en voz alta, porque siento que lo tengo más cerca. Está siempre. Hablo con él, le cuento cosas. Durante nueve años, le escribí todos los días lo que me pasaba, lo que sentía, el amor que tenía por él, los avances de la familia, cómo crecían las nenas, las enfermedades, las alegrías. En ese momento, estaba con él. Siento que desde donde esté nos protege. Cada vez que necesito ayuda, se la pido. Lo cargo de responsabilidades.
Durante mucho tiempo, creí que estaba al borde del precipicio, sentía que me iba a morir, deseaba la muerte. Decía: no voy a poder resistir esto, es una mochila muy pesada, pero al mismo tiempo pensaba: cómo voy a hacerles algo así a mis hijos, si ellos ya tienen su mochila y no puedo dejarles a mis nietos la marca de que su abuela se fue.
Mi familia me sostiene y, aún ahora, me dicen que estoy conectada siempre con la muerte, nunca con la vida. Quieren tener la madre de antes y les doy lo máximo que puedo, lo que soy ahora. Les entrego todo mi amor, pero no puedo volver atrás la historia, porque no soy la misma. La vida me cambió totalmente.
Estuve doce años yendo al cementerio todos los domingos, hasta que un día mi esposo me dijo: “Vayamos más espaciado porque ya no lo resisto”. Ahora, hace unos meses que no voy porque después del juicio empecé con ataques de pánico y, la última vez, tuve una crisis. Pasaban cosas muy extrañas, cada vez que iba sentía que Cristian me retenía las piernas; entraba caminando y salía arrastrándome.
La vida para nosotros sigue, pero todos tenemos una mochila muy pesada sobre los hombros que va a desaparecer el día que ya no estemos. Mi lucha va a ser hasta el último minuto de mi vida. Estoy dejando mucho de mí, hay un desgaste muy grande en mi salud física y psíquica, pero sé que voy a seguir peleándola. No voy a abandonar, porque Cristian hubiera hecho lo mismo si me hubiera pasado a mí.
Fernando Losz. “El edificio cayó encima de mi mamá y de todos nosotros.”
Al principio, creía que la iba a encontrar viva. Para mí, no había muerto. La expectativa era que estuviera shockeada, deambulando quién sabe cómo y por dónde porque ella podía ir a trabajar caminando, con el subte o con el 99. Suponemos que pasó justo por la puerta de la AMIA en el momento en que explotó la bomba. Al séptimo día, tuvimos confirmado que había fallecido. En ese momento, me cayeron todas las fichas juntas.
A partir de entonces, cambió mi vida. Tuve que aceptarlo y, además, como tenía hijos muy chicos, debía explicarles cuál era la situación y contenernos entre nosotros. Ellos estaban al tanto, porque todo giraba alrededor de eso, y el televisor y la radio estaban encendidos permanentemente.
Después, fue muy duro. Nos dieron un soporte de terapia, pero no me interesaba, no lo quería, me parecía una locura. Soy un tipo muy duro, de no llorar, y la persona que nos atendió me dijo: “Tenés que llorar, se te cayó un edificio encima, cómo te vas a sentir”. Tenía razón. El edificio cayó encima de mi mamá y de todos nosotros.
La vida cotidiana cambió totalmente. Salíamos y escuchábamos una sirena de ambulancia y nos quedábamos mal, paralizados. Llevó tiempo hasta que pudimos retomar el curso de las actividades normales, pero seguíamos mirando por la calle a ver si la veíamos a mi mamá. A veces, cuando veo una persona similar, pienso: quizás es, pero dos segundos después me doy cuenta que es imposible. Quince años después, ya no.
Me agarré de la familia y de lo hermético que soy, porque no podía expresar lo que sentía. Me distraía con las cosas del trabajo y en casa viendo a los chicos que le dabas algo y se ponían contentos, que crecían.
A mí ni se me cruzaba por la cabeza participar de una reunión con otros familiares. Hasta que una día me invitaron. La realidad es que me ayudó mucho durante estos años, hasta el final del juicio, porque le daba una importancia, un objetivo claro a lo que estaba haciendo.
En paralelo, me hacía muy mal. Era un desgaste interno total, me lo comía todo. Hablar del atentado era acordarme de que había caminado arriba de las piedras y todo ese tipo de cosas. Me costó mucho, aun estando con los familiares ocho años, diez años después del hecho.
Nada me ayudó a aplacar el dolor. Mi situación emocional es la misma, no igual que el primer día pero el tiempo, le guste a uno o no, te va curando, anestesiando. Es muy difícil elaborar este tipo de duelo porque de algún modo queda ahí latente.
Siento bronca y la ausencia cuando pienso que mi mamá podría compartir o participar de la satisfacción de ver a sus nietos o el día a día de cada uno, pero un hijo de puta la mató. Hay momentos en que recuerdo algo de ella y ese instante me genera un hueco. No es que estás todo el día pensando en eso. Si lo hiciera me volvería loco. Pero cuando lo pienso, me da mucha tristeza e impotencia.
La vida tenía que seguir, los chicos tienen un futuro por delante y eso implica, algunas veces, hacer algunas cosas que no querés. Algunas broncas las expresé, otras me las comí, otras se las comió mi esposa y seguimos nuestro camino.
Los primeros cinco o seis años no pisé la calle de la AMIA, salvo los 18 de julio, no podía. Si iba con el auto, intentaba agarrar por Lavalle y no por Tucumán, y si tomaba por Tucumán miraba para el lado de Corrientes. Con el coche, no pasé nunca por Pasteur, ni siquiera ahora.
Adriana Reisfeld. “Salí adelante por la necesidad, aunque me caía y me deprimía.”
Esa mañana, estaba en una clase de inglés, me llamó una tía mía y me dijo: “Volaron la AMIA”. Entonces, le dejé un mensaje a Noemí en el contestador: “Si volvés, llamame”. Una prima mía que es psicóloga me explicó: “Vos ya sabías que no volvía”. Uno, normalmente, dice: llamame a la tarde o a la mañana, porque todos vuelven.
Fueron seis días terribles. Estuve en el Hospital de Clínicas, entré en todos los quirófanos y recorrí la morgue. Hasta el miércoles, teníamos esperanzas. Después ya fue difícil. El viernes decíamos: tenemos que encontrar el cuerpo por las nenas, por mi mamá.
Todo se modificó. De ahí en más, mi madre y yo nos hicimos cargo de mis sobrinas, como correspondía y amorosamente. Eso nos llevaba un tiempo y una responsabilidad muy importante. Nunca hubo un cumpleaños igual, mi hermana apareció un sábado, cuando cumplía su nena más chica. Al mediodía, apagamos la velita y a la tarde encontraron el cuerpo.
Después, todo fue más rápido, como más acelerado, por la realidad, porque uno quería acompañar el crecimiento de las chicas. Esos años, que ya son 15, para mí pasaron volando, quizá porque no me relajo o no hay justicia; por eso, uno no termina de enterrar a sus muertos.
Esto no acaba nunca, hace cuatro meses que estoy con este resfrío y, en ese momento, tuve una hernia de disco terrible. Es como que el cuerpo se rompe. Uno no vuelve a ser nunca más el que era, no sólo porque extrañe al que no está, sino porque no fue una muerte natural, no hubo un accidente, una enfermedad.
Salí adelante por la necesidad, aunque me caía y me deprimía. Me centré en hacer todo por mis hijos y mis sobrinas, no fallarles en lo que necesitaran, que era un montón. Tuve suerte de que mi marido me acompañó, es muy contenedor.
Mi cable a tierra fue el grupo Memoria Activa y la gente que lo integraba. Fue lo más fuerte que me pasó en lo personal posterior al atentado: la contención unos con otros. Esto sirvió para la descarga y el reclamo, pero el dolor en lo físico continuó igual.
Sigo hablando permanentemente con ella. Se casó mi sobrina y salí a comprar flores el día del civil y le dije: “Noemí, espero que te gusten”. No está con nosotros acá, pero tampoco tan lejos. Me sirve de consulta, porque rescato su opinión y sus palabras, que las recuerdo más con los años.
Teresa Said. “Le escribo todos los días sobre lo que pasa en la casa.”
Lo nuestro fue muy duro. La nena no aparecía. A la semana, nos hicimos los análisis de ADN y nos dijeron que teníamos que tener fe. Recién a los 45 días se pudo encontrar algo y la llevaron a Tablada. Fue lo más difícil que nos tocó vivir. Teníamos la esperanza de hallar algo de mi hija, aunque sea una ropa o una hebillita.
Eso fue el jueves 1º de septiembre a la tarde, el viernes la enterramos y el sábado tuve un sueño que me dejó tranquila. Allí, me decía: “Subime el cierre del vestido que me voy a encontrar con Mariana. Yo estoy muy bien, mami”. Después, les pregunté a sus amigas y me contaron que esa chica se había ido a vivir a los Estados Unidos y, luego, me enteré que había fallecido ese mismo 3 de septiembre.
Todo este mes me acuerdo en detalle qué era lo que hacía mi hija: la novela que veíamos a la noche y que se sentía culpable cuando perdía diez minutos para hacer algo que no fuera estudiar. Le escribo todos los días sobre lo que pasa en la casa, lo lindo, lo feo. Ya debo tener como cinco o seis libros. Lo empecé a los quince días del atentado. Me ayudó muchísimo.
A mi hija la veo en cada momento, en el portarretratos, y la saludo todas las mañanas. Su pieza está intacta. Hace tres años estuvimos a punto de mudarnos, y no lo hicimos. Ya estaba cerrado y nos arrepentimos, nos dio no sé qué.
Vamos muy poco al cementerio, cuatro veces al año. Antes iba cualquier día de semana. Ahora, no sentimos la necesidad. En estos quince años, fui a ver a mis padres al cementerio sólo dos o tres veces, porque me siento enojada con ellos, porque están cerca de mi hija. Nunca les reproché nada, salvo eso, y creo que no es valedero.