En los 80 estábamos con mi hermano Juan fanatizados con la música rock y con las tapas de los vinilos. Y nos pasó esto: un disco doble de Humble Pie, por impericia, se nos agujereó y yo le sugerí a mi hermano que intentáramos cambiarlo donde lo habíamos comprado. Así que fuimos, nerviosos. El vendedor tenía el pelo largo, unos pantalones con pata de elefante y –lo que me encantó– unas zapatillas chinas negras, como las que usaba Jimmy Page. Le dimos el disco y le dijimos que nos había llegado fallado. El sostuvo el vinilo negro en sus manos, lo alzó para que la luz del local pasara a través del agujero que le habíamos hecho y nos dijo: “¡A este disco lo meó una manada de búfalos!
No sé por qué siempre pienso al formato y la sonoridad del vinilo relacionado con cierto estado de aventura, con la posibilidad de captar experiencia. Mark Fisher habla de esto: “El crepitar del vinilo vuelve audible el tiempo. Invoca el pasado a la vez que muestra nuestra distancia de él. El crepitar del vinilo marca hoy todo un régimen de materialidad que ha desaparecido, una materialidad táctil, perdida para nosotros”.
Ya de más grande solíamos recorrer la ciudad con unos amigos con los que hacíamos una revista de poesía. Por lo general, esas rondas terminaban en la casa de Daniel. Nos quedábamos ahí a comer, tomar, fumar y a veces a dormir en colchones improvisados en el piso. En algún momento siempre poníamos Superficies de placer de Virus. La tapa, un dibujo de Daniel Melgarejo, era la ilustración de un culo andrógino que podía estar también en un mural de la ciudad de la noche roja. Ese disco era táctil. Necesitaba ser tocado, transpirado, vivido, era todo lo contrario a la distancia social, que pregona este nuevo virus. Un disco con colchones de sintetizadores que escuchaban unos chicos en unos colchones improvizados. Una lírica perfecta para abandonar el mundo con un sonrisa.
“Encuentro en el río musical” es una de las canciones más hermosas del mundo. La cantábamos todos con lágrimas en los ojos en aquellas madrugadas, pero no porque estuviéramos tristes, sino porque esa canción era la promesa de la resurreccion del espíritu. Federico era preciso: “Aflojate, sonríe fugaz/ mi cuerpo astral tomará tu ser”. Y después agregaba dónde se iba a producir ese hecho fabuloso: “Prolongaré mi sonido azul/ por los parlantes te iré a buscar/ El río musical/ bañando tu atención/ generó un lugar/ para encontrarnos”.