COLUMNISTAS
LA CRISIS DE LA SELECCION

Tambien jugamos nosotros

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Amigos. Messi abraza a Neymar, su socio en el Barça, antes de que comience el partido del jueves. | AFP
Los pregoneros del resultadismo primitivo llevan décadas convenciéndonos de que todo lo que cuenta es lo que acaba de pasar. Que si la placa final dice 1-0 estuviste bien, si dice 0-1 lo hiciste todo mal y, para beneficio del pregón, un 0 a 0 puede ser la panacea: en el caso del empate se reservan el derecho de argumentar a favor, como para tener un colchoncito que amortigüe el juego miserable.

De tal modo, cuesta acompañar su indignación –tristeza, temor, desazón, pónganle el término que corresponda; el mío sería el primero de estos últimos– sin caer en la obviedad de despedazar todo lo que haya alrededor del seleccionado de Bauza. Usted quiere cabezas rodando, sangre ensuciando las calles internas del predio de Ezeiza y a los zombies de Five Nights at Freddy’s devorando las tripas a los colombianos el próximo martes en el Estadio Universal José Luis Gioja.

Y a mí me surgen sensaciones mucho menos coyunturales. Las obviedades ya han sido expresadas hasta el hartazgo de las maneras más diversas. Lamentablemente, las que se viralizan –usted y yo somos culpables de que ello suceda cuando regalamos clics sólo de aburridos en el bondi– son las burdas, las patéticas, las de gente que no sobreviviría ni un segundo a un tribunal de ética que jamás existirá para esta profesión mía que ni siquiera es colegiada. Entiéndase bien: no se cuestionan las ideas sino las formas de expresarlas. En algún caso, no se cuestionan porque no se trata de ideas sino de eructos televisados.

Jamás diluiría las sensaciones de impotencia que dejó la noche de Belo Horizonte. Es muy triste ponerle tanta expectativa a algo tan decepcionante. Da pena ver tan desdibujados a jugadores a los que, inequívocamente, veremos brillar pronto en sus equipos, los mejores y más poderosos del planeta.

Sin embargo, aferrados a la coyuntura que puede dañarnos tanto, seguíamos ilusionados con que el Dios Messi resolviera todo. Porque, seamos francos, ¿qué otra razón podría haber habido para ilusionarse que la vuelta de Lionel? Al fin y al cabo, el resto del equipo era muy parecido al que fracasó ante Paraguay. Y si se tienen en cuenta los recursos para trascender, sustancialmente inferior.

Dicho de otro modo, supongo que muchísimos argentinos nos sentamos frente al televisor con la única expectativa de un resultado favorable o que, al menos, hiciera poco daño. El famoso “te firmo ya el empate”.

Cuando los hinchas miramos al seleccionado con los mismos ojos con los que vamos cada fin de semana que nos dejan ir a la cancha, estamos fritos. Lamento –pero entiendo– que al hincha de un club sólo le quede como consuelo ver ganar a su equipo, ya no verlo jugar bien o disfrutar de algún talento que casi ni se encuentra. Pero si eso nos pasa con un universo de la riqueza potencial de nuestro seleccionado, entonces estamos en el horno.

Más allá del minúsculo atenuante de que la historia fue pareja hasta el primer gol, entiendo que la superioridad brasileña fue enorme tanto en lo individual como en lo colectivo. Y como Brasil se encuentra asomando la nariz después de otra crisis profunda, debo poner en primer plano dos diferenciales decisivos: tener en claro a qué se quiere jugar –lo de Tite fue transparente; lo de Bauza, difuso hasta lo invisible– y reaccionar como corresponde a los estímulos anímicos.

Tal como lo dijo Messi, Argentina hoy no está en condiciones de superar un contratiempo. Se compró un problemón contra Venezuela, invitó al empate a Perú y, como atado a aquella decepción limeña, no soportó la mínima adversidad ante el mismo equipo paraguayo que pareció granítico contra la Argentina y acaba de comerse cuatro con Perú en casa propia.
Sin embargo, si Brasil logró seguir jugando al fútbol después de aquel 1-7 ante Alemania –bochorno deportivo si los hubo en la historia brasileña–, ¿qué derecho tenemos los argentinos a pensar que esto es irreversible?

Es cierto que no ayudan ni el presente, ni los números, ni las ansiedades ni el perfil del técnico. Bauza es, en estado natural, un buen administrador de recursos propios y urgencias ajenas. Hoy, las urgencias son nuestras y los recursos parecen insuficientes (descreo de que así sea).

Pero a como dé lugar, necesito salirme de la coyuntura. Llevo décadas leyendo o escuchando despedazar equipos o deportistas argentinos “porque no fueron campeones o números uno”. Es un concepto muy nuestro. Suyo y mío. De hinchas, de periodistas, de todos los que constituimos la benemérita opinión pública. Lo leí y lo escuché con Vilas y con Reutemann. Con Sabatini y con Gaudio. Miré asombrado al seleccionado olímpico de fútbol de Atlanta 1996 guardarse la medalla plateada en el bolsillo –era insoportable tener “eso” colgado del cuello– y sigo escuchando indignado que nuestro fútbol lleva 23 años sin ganar nada importante, como si una Copa América valiese más que las dos doradas olímpicas de Mascherano.

Los que juegan son los jugadores. Pero de alguna manera también somos nosotros. En una sociedad futbolera en la que cada vez estamos más lejos de tener algún dirigente con perfil de estadista, las soluciones llegan de gente muy susceptible a lo que se dice desde afuera y se convierten en bomberos de cuyas mangueras sólo sale kerosene.

Lo que pasó en Belo Horizonte empezamos a construirlo cuando minimizamos los subcampeonatos de América en Chile y en Estados Unidos.

El último partido dirigido por Gerardo Martino fue la derrota por penales ante los chilenos. Después, un sector de la dirigencia esmeriló su paciencia negándole jugadores que luego cedería para el pésimo juego olímpico carioca de nuestro fútbol. El resto de esa dirigencia no hizo nada por contenerlo.

Seguramente indignados por haber “salido segundos otra vez”, les importó un bledo que el Tata se fuera a casa. Ni que hablar de la opinión pública. Esa que hoy, a diferencia de los 70, dispone de esa ametralladora patética de las redes sociales para convertir en verdad absoluta hasta algunas burradas supinas que, encima, muchos medios convierten en dogma a partir de encuestas en las que votan 600 tipos.

Lo que se evaluó en aquel entonces fue el no haber ganado una Copa América de relleno no sólo por estar fuera de la frecuencia calendaria habitual, sino porque se hizo casi para disimular que la entidad organizadora tenía más dirigentes presos que en libertad.

Lo que no se evaluó fue que, de la mano de Martino, se había encontrado una luz en el final del camino. El seleccionado empezaba a explicar qué quería hacer de un partido de fútbol. Y hasta se encontró solución al dilema de jugar sin Messi, cuando le ganó a Colombia de visitante con Banega como eje de un equipo que dejó bien en claro para qué quería tener la pelota.

La dirigencia argentina –y nosotros, los hinchas; y nosotros, los periodistas– no sólo hizo lo imposible para que se fuera Martino. Hizo lo imposible para desactivar una idea que empezaba a tener forma.

Ahora, todas son urgencias. Palabras altisonantes, memes, torpezas guturales.

Y los mismos que hace tres meses despreciábamos una idea por culpa de un par de penales desviados, ahora miramos la vida y el fútbol con cara de “¿y a mí por qué me miran?”.