El tema tarifario le ha creado al Gobierno su mayor dolor de cabeza. El temporal se veía venir, lo veía todo el mundo, pero lo subestimó. Las condiciones iniciales eran buenas: un amplio consenso social acerca de la pertinencia de aumentos de tarifas, una extendida coincidencia en el diagnóstico de las falencias del estado de cosas entregado por el gobierno anterior, una predisposición de una gran parte del arco político a encarar el tema. El Gobierno desaprovechó esas condiciones iniciales y avanzó por un camino inviable, un sendero sin salida.
Ahora debemos procesar el hangover, y después habrá que encarar la recuperación. Primero, la catarsis: ¿quién tuvo la culpa? Cuentas que se pasan dentro del Gobierno, golpes que le llegan desde afuera, jugadores que buscan capitalizar la situación, procesos de revisión de lo sucedido. El después es lo importante, y ante todo debe procesarlo el Gobierno con una nueva propuesta. Hay dos posibilidades extremas: esperar que todo pase y se vuelva a la situación inicial –el mismo cuadro tarifario–, o empezar todo de nuevo; entre ambas, una miríada de situaciones intermedias, todas posibles.
Esta puede ser una prueba de fuego para el oficialismo que pasa por el momento de mayor incertidumbre desde que asumió. ¿Reconocerá cuáles son sus márgenes de acción reales, cuáles los límites de su espacio para las decisiones? ¿Buscará capitalizar sus fortalezas ante la sociedad? ¿O persistirá en su visión autocomplaciente? En el tema energético, como en otros temas que no generaron complicaciones tan profundas, el Gobierno se manejó con anteojeras. Debidamente disimuladas en su estilo no autoritario, en su propensión al diálogo, en sus maneras amigables, y también, por cierto, en las ambiguas conveniencias de diversos sectores opositores que no terminan de definir una postura frente al macrismo.
Este se siente cómodo con los registros que obtiene cuando se ausculta la opinión pública; los opositores, por el contrario, ven allí un horizonte oscuro. Pero la opinión pública no es todo; por decisiva que pueda ser en estos tiempos de política con ofertas desestructuradas, hay otros factores que son igualmente decisivos en la demarcación del campo de acción de un gobierno. Un gobierno débil en su origen es llamado a gobernar con acuerdos. Néstor Kirchner desafió esa regla y le salió bien, pero fue una excepción. Este gobierno podría hacerlo.
Desequilibrio. En los hechos, todo este episodio del tarifazo ha modificado profundamente la estructura del equilibrio entre los poderes del Estado. Hasta ahora, el equilibrio venía definiéndose en las relaciones entre un Poder Ejecutivo débil y un Legislativo disperso, con la ventaja que el Ejecutivo obtenía por la silenciosa complacencia de la opinión pública. Si le llevamos a la Justicia problemas que los otros poderes no pueden resolver, estamos más cerca de un sistema con tres poderes igualmente decisivos. Puede parecer bien o parecer mal, pero el hecho es así.
Desde ahora, tercia un Judicial que muestra sus uñas: vocación de actuar como un poder independiente y de llenar los espacios disponibles en la distribución del poder. No es una Justicia que busca un “activismo judicial” que podría anticipar un conflicto de poderes; es una Justicia dispuesta a jugar políticamente con peso propio. La comedia de estos días, con los diversos “operadores” supuestamente llevando y trayendo información e influencias, para bien o para mal ha quedado desbaratada. Estamos asistiendo a una Argentina institucional que se parece más al país trazado por el espíritu de la Constitución que a ese país que conocemos y en el que creemos saber movernos “a la criolla” y que termina casi siempre siendo sórdido.
Con los aumentos del gas bloqueados para los consumidores domiciliarios, el Gobierno tendrá ahora que rehacer las cuentas y deberá retomar un camino de consensos para establecer tarifas definitivas. Todavía quedan los aumentos en la electricidad, y las posibles consecuencias en el segmento de los usuarios comerciales –cuyas voces ya se hacen oír–. Para todo eso hay distintos enfoques posibles. En el nuevo escenario institucional de la Argentina este tema es sintomático, porque veníamos con una propuesta realmente novedosa: desde 2014, un conjunto de ex secretarios de Energía de amplio espectro político formaron un grupo y promovieron un consenso para tratarlo no como un problema puramente técnico, sino como uno de política pública. Y lo consiguieron: muchos de los candidatos presidenciales de aquel momento avalaron la iniciativa, y la prensa habló abundantemente del caso. En el tema energético el país se acercaba a un consenso para definir una política de Estado. Buena parte de los actores políticos estaban de acuerdo.
El Gobierno ahora convocó –cierto que lo hizo un poco tarde– al grupo de ex secretarios. Como lo expresó hace pocos días un analista económico (Fernando Navajas, en Ambito Financiero del 16 de agosto): “Si el Gobierno convocó al grupo de los ex secretarios de Energía para reorganizar, en diálogo con la oposición, la política energética, entonces vamos bien. Si los llamó para la foto…”).
Los ex secretarios proponen empezar de nuevo el proceso de reajuste tarifario. Piden salir lo más pronto posible de la indefinición y la judicialización del tema, pero hacerlo con consenso, esto es, criterios compartidos entre las fuerzas políticas acerca de los tiempos, las prioridades y los modos de gestión, normalizando sin demora la constitución de los entes reguladores, determinando los costos eficientes auditados por esos entes, avanzando hacia una recomposición gradual de los mercados involucrados (gas, crudo, energía eléctrica y otros) para llegar, “luego de un período de transición, a un set de precios y tarifas que reflejen costos económicos”.
Es un programa que los sectores políticos que hoy son gobierno aceptaron y que muchos de los actuales opositores también aceptaron. En su momento, se decía que este consenso energético era un modelo para ser aplicado a otros ámbitos de la política pública. Este es el momento para hacerlo.