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The Viagra Blues

Pronto cumpliré sesenta y nueve. Buen número y mejor fuente de ideas para festejarlo. En el vuelo de una vida que ya parece disponerse al aterrizaje probé de todo, o casi todo.

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Pronto cumpliré sesenta y nueve. Buen número y mejor fuente de ideas para festejarlo. En el vuelo de una vida que ya parece disponerse al aterrizaje probé de todo, o casi todo. Pero termino mis sesenta y ocho sin haber ingerido Viagra ni sentir curiosidad por sus famosos efectos. Hace unos años, alojado en un hotel de la cadena NH, conocí a una joven doctora argentina que estaba participando en un seminario de Diagnóstico por Imágenes organizado por fabricantes de chatarra electrónica y química para encarecer los tratamientos y desviar la atención de los verdaderos problemas de la salud pública. Cenamos discutiendo. Recordando el estudio del Dr. Canitrot sobre la irracional incorporación de alta tecnología médica en la Argentina, se lo expliqué, pero no pude convencerla. En cambio la convencí de dormir en mi habitación y no la pasamos nada mal. La noche siguiente volvimos a cenar y ella me regaló uno de los cinco blisters con dos grageas amarillitas llamadas Cialis que le habían obsequiado los agentes de propaganda médica que merodeaban por su cursillo. Pasé un año o más llevando el blister en un bolsillo de mi mochila hasta que decreté que las grageas habrían vencido y las tiré junto a tres Primes cuyo sobrecito de cartulina, ajado por tanto ir y venir, parecía una señal de peligro. El peligro de reproducirse a esta edad está bien expuesto en la nouvelle La humillación, de Philip Roth, que acaba de aparecer: ocurre que las células que generan espermatozoos se reproducen cada dieciséis días, y con cada duplicación se incrementa proporcionalmente la presencia de cadenas de ADN rotas que nadie desearía para sus hijos. Por eso, si yo fuese un magnate Fort, adoptaría o contrataría no sólo un vientre sino también el esperma de un varón más apto para reproducirse, pero como soy pobre este problema ni se me cruza por la mente. Lo que me vuelve a la mente es la certidumbre de que, así como calvicie, arrugas, carnes fláccidas, movimientos lentos y torpes y carácter de mierda en el varón –para no hablar de la decadencia de la mujer– son recursos de la especie que evitan la proliferación de un ADN peligroso para el éxito de su permanencia en el planeta. La disfunción eréctil, que afortunadamente ataca a viejos y a jóvenes cuya vida no merece reproducirse, tendría que ser para sus víctimas un tema de meditación, pero se ha convertido en un argumento de la industria de consumo para que sigan tributando. Ante cualquier episodio de disfunción lo que convendría hacer es pensar en vez de eludir la propia verdad tragando pastillas o prendiendo la tele. Por otra parte, ¡hay tantas cosas que valen la pena y pueden hacerse sin andar penetrando en los demás..!