Sobre la hora, al filo del final, sin aliento, con las últimas gotas de oxígeno. Hay muchas maneras de describir el peculiar romance argentino con el riesgo, esa proverbial predilección por arreglar los entuertos más graves cuando el tiempo ya ha expirado. En 1976, Ricardo Balbín, el líder del partido radical, imploraba a peronistas y a militares llegar “aunque fuese con muletas” a las elecciones de 1977 que nunca se celebraron. “Aun cuando sea con muletas, tenemos que llegar a las elecciones”, previstas para septiembre de ese año. El 16 de marzo de 1976 –una semana antes del golpe militar– pudo acceder a la cadena nacional de radio y televisión para dar un mensaje en el que, citando al poeta Almafuerte en relación con la esperanza del mantenimiento de la vida democrática, vaticinó: “Hasta los enfermos incurables tienen cura cinco minutos antes de la muerte. Hay un común denominador en la República que quiere salvar estas contingencias nacionales, hay una voluntad juvenil que quiere colaborar en el esfuerzo de mantener las instituciones de la República, porque es el camino de la civilización, de la democracia de los argentinos. Hay tiempo todavía”. Ya no había tiempo.
En pleno gobierno militar estalla luego el conflicto fronterizo con Chile, y el papa Juan Pablo II envía como mediador al cardenal Antonio Samoré, el 25 de diciembre de 1978. Una vez que chilenos y argentinos acordaron firmar un acuerdo duradero en Montevideo, Samoré impuso un párrafo en el que ambos países renuncian al “uso o amenaza de la fuerza, a no crear situaciones de riesgo para la paz y volver al statu quo militar de 1977”. Estancado desde 1981 hasta el retorno de la Argentina a la democracia, en 1983, el tema se resuelve el 29 de noviembre de 1984 al suscribirse en Roma el Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile, un triunfo diplomático, político y cultural de la democracia argentina. Pero fueron seis años al filo de la navaja y con el dedo apretando el gatillo a ambos lados de la frontera.
Tras las elecciones presidenciales de 1989, en las que el oficialismo radical representado por Eduardo Angeloz acumuló el 37% de los votos, la oposición peronista, que había ganado los comicios, se lanzó abrasadoramente a tomar el poder. Se había votado el 14 de mayo y el presidente Raúl Alfonsín debía terminar su mandato el 10 de diciembre, pero la alucinada y alucinante Argentina real hizo lo suyo y Carlos Menem fue entronizado presidente a marcha redoblada y tambor batiente el 8 de julio, siete meses antes de lo establecido, a toda velocidad.
A fines de 2001, un furioso vacío de poder licuó a la cúspide política del Estado, hasta que en la madrugada del 1º de enero de 2002 se nombró presidente al senador Eduardo Duhalde para salir del paso y repechar la cuesta. Debía culminar el período el 10 de diciembre de 2003, pero no fue posible; los espeluznantes homicidios de los dirigentes sociales Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, asesinados por la Policía Bonaerense el 26 de junio de 2002, derrumbaron a Duhalde, que convocó de inmediato a la gran interna abierta del peronismo el 27 de abril de 2003, para terminar coronando a Néstor Kirchner el 25 de mayo. Otra vez se vivió la agitación desaforada y el romance con la improvisación y lo inesperado, nada nuevo en una Argentina que se repite a sí misma sin dar indicios de estar fatigada consigo misma.
La Argentina ama vivir en ascuas. Lo que sucede con los ya míticos holdouts ratifica y, además, certifica un rasgo genético argentino, que supera largamente los confines de la política. Pocas sociedades deben ser tan adictas como la argentina al embriagante recurso del último momento. Rápida, veloz, imprevisible, atolondrada, la Argentina profunda (si es que tal cosa existe) no desprecia las virtudes supuestas de la improvisación; antes bien, les rinde pleitesía.
La moraleja de la supuesta batalla intergaláctica con los “buitres” es, claramente, que la Argentina verdadera es pétreamente fiel a sus viejas preferencias. Acá es mucho mejor dejar para un segundo antes del final el desenlace de asuntos que, encarados de manera serena y anticipada, podrían ser superados de modo mucho eficaz. A la Argentina eso de la eficacia no la fascina demasiado. El manejo de los tiempos y la responsable previsión de lo que pueda suceder tienen tanto prestigio en la clase gobernante como la cacareada democracia republicana, mentada hasta el hastío y violada todas las noches. Es un verdadero choque de civilizaciones entre la fuerza de lo primitivo y la morbidez de lo articulado. Pero no es el resultado de decisiones fríamente deliberadas.
De una u otra manera, la Argentina endiosó mayoritariamente a Héctor Cámpora en 1973, a Jorge Videla en 1976 y la invasión de Malvinas en 1982, del mismo modo que se estremeció de pasión nacionalista con el default de 2001. ¿Rasgos reconocibles de una crónica inmadurez civil? Esas son definiciones utilitarias, pero –me temo– insuficientes. Es como preguntarse por qué en Gaza han preferido dedicar todos sus esfuerzos a construir túneles subterráneos desde los que atacar a Israel en vez de depositar todo su ingenio y recursos en consolidarse como sociedad responsable de su propio devenir. No somos Gaza, claro, pero las naciones y los pueblos tienen historial y responsabilidades.
Una vez, recorriendo el Berlín occidental previo a la caída del Muro, una bella guía oficial que me llevaba y traía por los meandros de la escalofriante Topografía del Horror, aceptó mi pregunta sobre su responsabilidad como ciudadana alemana de ese legado espantoso. “No tuve que ver con aquella tragedia, el Holocausto, pero soy igualmente responsable de lo que hicieron mis compatriotas”, replicó sin pestañear la berlinesa. Nada muy diferente sucede con nuestra empecinada opción por la intriga final. No la pasamos nada bien, pero es emocionante y pareciera que nos gusta.