Dicen que la distancia es el olvido, pero lo seguro es que la cercanía no supone el uso de la razón. Al menos eso es lo que permiten deducir los debates que en los últimos tiempos agitaron a la Argentina. Quizá, como cada gobierno alienta, consiente o directamente inventa al opositor que es su antítesis o su espejo, por acción u omisión el kirchnerismo ha dado vida y salud al lilitocarrioísmo, y juntos devuelven a la sociedad la imagen de un sistema compuesto de certezas incontrastables. El esquema es fácil: ambos presumen de encarnar la verdad. Y como la verdad es objeto de discurso, donde K. dice A, el otro (la otra) afirma su opuesto diciendo Z.
Este esquema, que sólo exaspera con sus matices locales la lógica oficialismo-oposición en el que transitan los países medianamente civilizados, en realidad no sirve sólo para el posicionamiento de las respectivas partes sino que puede aplicarse a casi la totalidad de los asuntos que complican a nuestros contemporáneos. El sistema de las dos campanas funciona porque casi cualquier ser humano es capaz de creer a la vez en dos o más versiones de un mismo asunto. ¿Existía el abogado del diablo en los tiempos de la Inquisición? No lo recuerdo, pero lo seguro es que los tribunales inquisitoriales, visiblemente influidos por el trotskismo, ya contaban con la verdad revelada antes de proceder al examen del asunto, y la sentencia resultaba un mero trámite que prescindía un poco, eso sí, de cuidar la salud y la vida del acusado. Así operan en el Congreso los operadores del Gobierno y la oposición, despreocupados de meditar sobre la posible complejidad de los asuntos a tratar. Lo único que parece importar es el hecho de producir una afirmación que suene definitiva. Es decir, zanjar cualquier cuestión impresionando la conciencia del público-votante-lector-espectador con la ilusión de que la verdad ha sido dicha de una vez y para siempre. El único inconveniente es que después de que habla uno sigue el otro.
En el fondo, aunque los hechos existan, el efecto de verdad se disipa ante la proliferación de los discursos, y ya no importa qué creencia tenga cada quien, porque ésta se convierte en fugaz y cambiante; en la proliferación, ya sólo hay versiones e interpretaciones. Así, tanto tendemos a creer que los de la Mesa de Enlace representan el campo profundo como que son una manga de avaros que se niegan a pagar impuestos, que la soja es el motor de la recuperación económica argentina y la causa de la destrucción de nuestras tierras, que la piquetera Milagro Sala es la jefa de los camisas negras o pardas o collas de Néstor Benito Mussolini y/o que es Mahatma Gandhi ocupándose de sus pares, nuestros hermanos, esos indios bolivianos o bolivarianos que nada tienen que ver con nosotros que venimos de los barcos. Siguiendo con las certezas sucesivas y pasando a temas verdaderamente importantes, creemos que Maradona debería renunciar a la dirección técnica de la Selección y ganar el Mundial, disculparse por su uso impropio del lenguaje (que comparte con cualquier conductora de radio matutina), que debería rodear a Messi o eyectarlo de la celeste y blanca. Los chinos dicen que la leche de vaca es veneno, argumento que se contrapone a los avisos salutíferos de las empresas lácteas. Sabemos que nuestros hijos deben educarse lejos de toda superstición religiosa que llena sus blandas mentes de creencias terroríficas, al tiempo que no tenemos dudas acerca de los consuelos que la religión brinda respecto de nuestro destino último. En definitiva, ¿qué duda cabe, ahora mismo, de que Dios es una construcción ficticia, que esa hipóstasis de un padre terrible e infinitamente amoroso con sus criaturas no ha entregado prueba alguna que permita inferir o constatar su sustancia? Ninguna, pero a la vez, ¿cómo no sentir frente a las riquezas del Universo la seguridad de su plan y la impotencia de nuestros medios cognitivos de acceder a su divina escala?
Por suerte, todavía no debemos decidirnos.
*Periodista y escritor.