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Apuntes en viaje

Tortura china

Una vez en el lugar, me encontré con la sorpresa de que el parque era inconmesurable y se recorría a pie por caminos de cornisa en pendiente.

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Una vez en el lugar, me encontré con la sorpresa de que el parque era inconmesurable y se recorría a pie por caminos de cornisa en pendiente. | Marta Toledo

A medida que pasan los meses, se me vuelve más evidente que viajar es ahora un ideal platónico. Por un lado porque sucede en el pasado y se anecdotiza en el presente, en el cuerpo de estas columnas. Por otro, porque con un hijo bebé, la pulsión de viajar es irreconciliable con las posibilidades de trasladar una rutina titánica a la ruta. No me explico por qué, sin embargo, tengo imágenes de familias que en los lugares más adversos se las arreglan para viajar con sus hijos y sobrevivir. En mi caso es inimaginable una experiencia nómade colectiva. El nomadismo es individual. Un cultivo de la soledad.

Hace varios años, por razones misteriosas, estando en Seúl, planifiqué un viaje a China. Me fijé con Huanshan, la montaña amarilla, hogar de los paisajes más surrealistas del país: infinidad de picos angostos entre nubes, con arboles desgarbados inclinados en las laderas. Durante siglos el paisaje fue retratado por los pintores de todas las dinastías y escuelas. Pintar esa crestas era una prueba de fuego, al punto de que se transformó en el paisaje representativo del país y en la casa de mi abuela había una reproducción de esas pinturas clásicas. Por supuesto, nadie sabía de dónde provenía y a qué paisaje aludía. Varias veces, me topé con versiones arrumbadas de esos paisajes aéreos en mercados de pulgas.

Una vez en el lugar, me encontré con la sorpresa de que el parque era inconmesurable y se recorría a pie por caminos de cornisa en pendiente. No había mesetas, apenas algunos miradores pintorescos. Y las pendientes tenían escaleras de piedra. Llovía, por lo cual era muy probable que un resbalón me arrojara al vacío. Aplacé el recorrido y caminé un poco asomándome a miradores que daban al vacío. Entre la niebla cada tanto asomaban picos. Pese a la llovizna, vi pasar tours, la mayoría conformados por visitantes chinos. Quizás porque el paisaje a nivel global había sido retratado hasta ser reducido a un lugar común, casi de fantasía, no era un destino turístico para extranjeros, aunque sí una obligación para todo chino. Existía un proverbio: “Ver la montaña amarilla y después morir”.

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Esa estadía ociosa en los miradores me permitió analizar los distintos grupos de turistas. Había varias familias que, pese al cúmulo de escaleras, se arriesgaban a la aventura. Cargaban a sus bebés en mochilas o, si eran un poco más grandes, los entregaban al tormento de los miles de escalones. También había familias con ancianos que eran acarreados en camillas de bambú por jornaleros jóvenes que ofrecían en la entrada del parque el servicio. La procesión de camillas por momentos imprimía en el paisaje algo lacónico. Como si condujeran a agonizantes hacia un final que estaba detrás de las montañas, lo cual me recordó algunos Gaths de Benarés, donde ancianos de distintos lugares de la India, con los ahorros de su vida, esperaban la muerte para ser cremados a orillas del Ganges.  

El paseo en realidad cumplía con el diseño de una tortura china. Imposible salir sin las rodillas arruinadas. El esfuerzo y el dolor en verdad impedían apreciar del todo el paisaje. Al día siguiente, animado por el buen clima, recorrí un décimo de la montaña amarilla. Sigue siendo hoy el paisaje menos terrestre que visité. La cantidad demencial de escaleras en caminos de cornisa le daba al lugar un aire prehistórico, de invisible obra faraónica.