Cuando faltaba poco más de un año para el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad francesa de Evian-les-Bains se vio alterada por el desarrollo de una crucial conferencia que sesionó en el lujoso Hôtel Royal, entre el 6 y el 15 de julio de 1938. La iniciativa del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, sin duda inspirada con las mejores intenciones por la dramática situación de los centenares de miles de judíos alemanes, austríacos y checoslovacos acorralados por el régimen nazi, reunió a los delegados de 32 países. Evian-les-Bains surgió como candidata después de que Suiza, con tradición neutralista, rechazara con amabilidad la propuesta de ser la sede. Suiza tenía importantes conexiones financieras con Berlín y suponía que los nazis se molestarían con un encuentro de esta naturaleza.
Evian-les-Bains está situada en el departamento francés de Haute-Savoie, casi en la frontera con Suiza, a orillas del amplio lago Leman, con las montañas a un costado; es un lugar elegido para el descanso, la buena vida y la celebración de congresos. A 45 kilómetros de distancia de Ginebra, su gastronomía se basa en los pescados del lago y en productos de la montaña. Sus aguas termales y sus tratamientos de hidroterapia eran, en aquel momento, muy famosos, y el balneario tenía suficiente éxito para que hablaran de él y lo visitaran las clases altas europeas.
Hay poblaciones de montaña muy cercanas, como Larringes, Maxilly-sur-Léman y Publier, donde moraban no más de quinientas personas en cada una. Evian-les-Bains tenía teatro y casino, y las salas de baño con efectos curativos estaban habilitadas desde 1900. Durante nueve días los delegados de los países tuvieron en sus manos los valores éticos y humanitarios considerados inseparables de la condición humana. Pero terminaron por escribir una de las páginas más negras del siglo XX cuando negaron en bloque y de manera oficial el socorro a los judíos.
Convocada bajo la bandera de las más nobles aspiraciones, la Conferencia de Evian sólo sirvió para poner de manifiesto que, lejos de ser una perturbación exclusiva de Alemania, el antisemitismo era, en realidad, un sentimiento vigente en todos los países occidentales. Sus representantes invocaron pretextos triviales para negar una vía de escape a los judíos, y así pusieron el cerrojo definitivo que les impidió alejarse de la Europa ocupada por el Tercer Reich y salvar sus vidas.
Como precisa el historiador inglés Michael Burleigh: “La discriminación legalizada, la violencia y la ‘desjudeización’ de la economía estaban destinadas todas ellas a obligar a los judíos a emigrar”. A Hitler no le importaba cómo ni adónde se fueran. Los nazis alentaron la emigración de los indeseables a Palestina hasta que el ministro de Relaciones Exteriores y el propio gobierno británico se asustaron por la posibilidad de perder con ese traslado el apoyo de los caudillos árabes.
Otros destinos fueron cerrando de inmediato sus fronteras: Brasil, Sudáfrica e Italia en 1937 (un año antes de la imposición de las Leyes de Nuremberg, también llamadas “leyes raciales”), y Colombia y Venezuela alegaron la pobreza extrema en su sociedad para incorporar inmigrantes.
Todos los demás participantes, incluida la Argentina, estaban bastante informados por los diplomáticos acreditados en Berlín del tremendo drama desatado. Cónsules y embajadores informaban en detalle, acontecimiento tras acontecimiento, y elevaban memorias exhaustivas sobre el proceso político desde que los nazis se establecieron en el poder.
Una mezcla de tristeza, rabia, frustración y horror. ¿Adónde ir? Las fronteras se cerraban. Todas, salvo pequeñas excepciones. Casi 20 mil judíos alemanes y austríacos pudieron llegar a Shanghai, China, ciudad que tenía un estatus especial. Unos pocos encontraron refugio en Japón, que no conocía el antisemitismo. Nunca se supo cuál fue la suerte de los exiliados. Uno de los que encontró un salvavidas en Shanghai fue Henry Kissinger, nacido en Fürth, Alemania, en el seno de una familia judía, el 27 de mayo de 1923, quien consiguió viajar a los Estados Unidos con sus parientes, participó de la política estadounidense y fue la voz cantante de la política exterior de Washington entre 1969 y 1977.
Evian-les-Bains y su entorno constituían un lugar idílico para formular proposiciones sin presiones en un clima distendido y reflexivo. Un conserje del Hôtel Royal, cuarenta años después de la Conferencia, le confesó a la investigadora Annette Shaw: “Eran personas muy importantes las que estuvieron aquí y todos los delegados lo pasaron muy bien. Hicieron cruceros de placer en el lago, apostaron por la noche en el casino, tomaron baños termales y recibieron masajes. Varios de ellos hicieron excursiones y fueron a esquiar. También practicaban equitación y golf. Algunos asistieron a las reuniones pero, por supuesto, era difícil sentarse dentro del hotel a escuchar discursos cuando todos los placeres que ofrece Evian los esperaban afuera.
En la conferencia estuvieron presentes representantes de los Estados Unidos, Noruega, Dinamarca, Suecia, Suiza, Brasil, la Argentina (concurrió el embajador Tomás Le Breton), México, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Chile, Holanda, República Dominicana, Canadá y Australia. Asistieron enviados de varias entidades judías internacionales, como el Congreso Judío Mundial, la Organización Sionista Revisionista y la Agencia Judía.
También lo hicieron delegados de la Sociedad de las Naciones que, en términos institucionales, ya casi no tenía poder de decisión ante los desplantes de Alemania. La demanda de inmigración a América Latina había crecido en forma significativa. Tres años antes, en 1935, James G. McDonald (perteneciente al Alto Comisionado para Refugiados de Alemania) había recorrido, acompañado por el historiador Samuel Guy Inman, casi toda Latinoamérica para encontrar un lugar en el mundo para 30 mil personas que habían escapado de Alemania. Pudieron comprobar la escasísima disposición de los países que tenían capacidad e infraestructura para el ingreso de los refugiados y sólo obtuvieron una tibia promesa de parte de los más atrasados. En las propias palabras de los enviados, había una desproporción significativa entre la potencialidad de absorción, de acuerdo a las capacidades económicas de cada país, y la predisposición para ayudar a las víctimas.
La tragedia se agrandó con la Anexión de Austria [Anschluss] por parte de Hitler (quien la pretendía desde 1934), que tuvo lugar unos meses antes del encuentro de Evian-les-Bains, cuando los nazis austríacos vapulearon verbal y físicamente a su comunidad judía. Y se multiplicó con la amenaza de invasión alemana a Checoslovaquia, que se cumplió el 21 de septiembre de 1938, con el visto bueno de Francia e Inglaterra, que creían que con ello frenarían las apetencias territoriales de Berlín. La emigración forzosa fue dispuesta en todo el territorio dominado por los nazis.
La cuestión de los refugiados (mencionados de esa manera cuando se hablaba de inmigración) no se tuvo en cuenta sólo como un asunto económico sino también de seguridad. Golda Meir, ex primer ministro de Israel entre 1969 y 1974, asistió al encuentro de Evian como representante de los judíos de Palestina. En su libro Mi vida. Memorias narró aquella experiencia: “Sentarse en ese magnífico salón y escuchar a los delegados de 32 países explicar lo mucho que les hubiera gustado disfrutar de un número considerable de refugiados y cómo era que, lamentablemente, no estaban en condiciones de hacerlo fue una experiencia terrible. No creo que nadie que no la haya vivido pueda entender lo que sentí en Evian: una mezcla de tristeza, rabia, frustración y horror”.
El mariscal Hermann Göring, el número dos en el poder por debajo de Hitler, aconsejó pocos meses después de ese encuentro, en los inicios de 1939, la expulsión definitiva a través de la creación de una Oficina Central de Seguridad del Reich [Reichssicherheitshauptamt o RSHA] para, en sus propias palabras, “vaciar a Alemania de esa raza”.
La oficina estuvo a cargo de Reinhard Heydrich, apodado “Angel de la muerte”, jefe de la Policía de Seguridad [Sicherheitspolizei o SiPo]. Con gran ironía, Göring indicaba en una orden escrita que los amigos de los judíos en el mundo los “acogerían con gusto” aunque conocía de sobra los filtros y las murallas burocráticas que se estaban erigiendo en todas partes para impedirles la entrada.
*Periodista y escritor.