La historia regresa sin dramatismo ni grandes protagonistas. Parece una miniatura o una imitación a escala reducida, poblada de figuritas mediocres que solo conocen el presente. El lunes 5 de agosto, funcionarios y voceros estadounidenses respaldaron a Macri en las próximas elecciones. Repitieron un episodio que, durante mucho tiempo, persistió como uno de los relatos fundadores del peronismo.
Braden o Perón. A mediados de 1945, el embajador Spruille Braden creyó que convenía a los intereses de su país apoyar a la Unión Democrática, el frente de oposición que, en las elecciones de 1946, fue derrotado por el Partido Laborista, cuya fórmula encabezaba Perón. La torpeza de esta táctica dio nacimiento a una consigna célebre, que fue pintada en las paredes y repetida por los activistas: “Braden o Perón”. Los peronistas encontraron un recurso discursivo que no había inventado ningún asesor (cuya existencia era desconocida en aquellos tiempos, porque los dirigentes se autoabastecían).
Esta consigna pertenece a un recuerdo cada vez más lejano. Pero el gobierno de Donald Trump la ha reactualizado, probando que los yanquis son tanto o más desmemoriados que los argentinos. En 1945, la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires omitió avisar a su gobierno que Perón no era un antinorteamericano, ni un dirigente proclive a alinearse del lado de los soviéticos. Fue defectuosa e incompleta la información que se transmitía a Washington desde la sede porteña.
Funcionarios de Estados Unidos persisten ahora en uno de los relatos fundadores del peronismo
Y, por si esto fuera poco, le hicieron a Perón un favor: públicamente se lo colocó en una vereda antinorteamericana donde el moderado líder no se había ubicado. Perón también se había cuidado de aparecer como pro alemán durante la segunda guerra, aunque esa tendencia estuviera presente en el Ejército argentino. Se declaró admirador del New Deal rooseveltiano y negó, cada vez que pudo, cualquier intención de romper acuerdos con los Estados Unidos. Era un buen táctico y conocía los cambios geopolíticos mundiales, sin necesidad de que alguien se los contara.
Pero, a veces, la realidad es más astuta que la razón. Dado a irse de boca, Perón acusó a la embajada norteamericana de apoyar económicamente a sus opositores en las elecciones. Algunos historiadores piensan que las torpezas del embajador Spruille Braden ayudaron a Perón en su victoria de febrero de 1946. En todo caso, las torpezas de Braden le permitieron presentar un perfil que pudo atraer votos en una elección que parecía reñida, aunque el Partido Laborista terminó ganándola con una diferencia a favor del diez por ciento. Esta historia está resumida en decenas de artículos, libros y tesis. Parece mentira que, más de setenta años después, los norteamericanos cometan errores similares, cuando pretenden influir a favor de Macri en las elecciones argentinas.
Tropezón. El lunes 5, Wilbur Ross, secretario de Comercio de Estados Unidos, tropezó por segunda vez con la misma piedra. Llegó a Buenos Aires y se reunió con miembros de la elite empresarial y de la cámara que reúne a quienes comercian con Estados Unidos. Agregó reuniones con ministros del gobierno y con Macri, de quien, no se sabe si por estupidez o vocación de transparencia, Ross se declaró “amigo desde la época en que ambos eran empresarios”. Y afirmó, en el mismo reportaje de La Nación, que “mientras continúen las políticas del Presidente creo que los inversores van a ganar confianza”. Se largó a hablar de las empresas argentinas, que “estarían más cautas” hasta que las actuales políticas “prevalezcan en las elecciones”.
Cuando le preguntaron sobre Alberto Fernández, reiteró su apoyo a Macri. Y repitió con un lugar común: si estas políticas se interrumpen, la Argentina se convertiría en Venezuela. El argumento se repite como si eso fuera social, económica y políticamente posible. Como si Macri garantizara la existencia de miles y miles de empresas grandes, pequeñas y medianas que Venezuela nunca tuvo en su historia. En cuanto a las pequeñas y medianas, Macri más bien ha logrado lo contrario.
El mismo lunes, los diarios publicaron declaraciones de Noah Mamet, ex embajador norteamericano en Argentina. Clarín lo embellece llamándolo “ex embajador de Obama”. Veamos: Obama fue presidente desde enero de 2009 hasta enero de 2017 y el señor Mamet estuvo en Argentina desde 2014 hasta 2017, o sea que al “embajador de Obama” le llevó cinco años lograr que ese presidente lo enviara a Buenos Aires. Como sea, el embajador Mamet se muestra generoso con Macri: “Le prometí al presidente Macri que ayudaría a traer negocios e inversiones”, que según su punto de vista “esperan ver el resultado de la elección”. Mamet promete los mismos “brotes verdes” que no aparecieron por ninguna parte cuando Macri fue elegido en 2015.
John Bolton, consejero de seguridad nacional de Trump, tuiteó el 6 de agosto: “Estoy encantado de haberme encontrado hoy con el ministro de Relaciones Exteriores Faurie. El firme apoyo de la Argentina al presidente interino Guaidó prueba su compromiso en la defensa de la libertad y la democracia en América Latina. Apoyamos los esfuerzos argentinos para reformar su economía y alcanzar el crecimiento de su prosperidad”. Esta clarísima declaración de Bolton fue difundida por Juan Gabriel Tokatlian, inteligente e independiente experto argentino en política internacional, hombre de posiciones no extremas y académico reconocido. No lo distribuyó la filial local de un club “somos todos antiyanquis”, ni un comando kirchnerista.
Desvergüenza. La diplomacia norteamericana se dio el lujo de amenazar: si no siguen con Macri, va a ser difícil que lleguen los capitales.
Por supuesto, estas intervenciones discursivas no son comparables con una incursión bélica. Se trata de algo más aggiornado: aconsejar con buenos modales, rodear y, si es necesario, presionar con los dichos de empresarios estadounidenses en sintonía con el gobierno republicano.
No existen condiciones hoy en la Argentina para que la militancia salga a pintar “Mamet o Fernández”. El sentimiento que acompañaba las movilizaciones de 1946 no se consigue con Facebook, trolls, ni equipos de discurso alojados en la Casa de Gobierno.
De todos modos, las intervenciones de un secretario de Estado norteamericano y de un miembro de su cuerpo diplomático son un escándalo. No es necesario apoyar a Venezuela ni a Cuba, para pensar que se han equivocado, incluso en contra de su propio interés. Dado el descrédito de Trump, un miembro de su gabinete debería permanecer más callado en sus fugaces visitas al exterior.
Ser secretario en el gobierno de Trump no es una condecoración, sino un motivo de ironía, escarnio o crítica para una parte, por lo menos, de la opinión nacional e internacional. No es necesario pertenecer a una larga tradición antinorteamericana para sentir disgusto y distancia ante el actual presidente de los Estados Unidos, a quien no aprecian ni en América Latina ni en Europa.
La ocasión preelectoral de estas intromisiones tiene algo de desvergonzado. Pero la desvergüenza local es peor: Macri las comenta y se siente halagado y reconocido por ellas.
No se está acercando ninguna quinta flota como si estuviéramos en el Golfo Pérsico. Lo que a los capitalistas americanos les interesa es que acá haya paz para sus inversiones y que el actual gobierno, en el que creen, se las garantice a mediano plazo. No digo largo plazo porque esos capitalistas, acostumbrados a entrar y salir de países y regiones, no creen en la larga duración. Y, además, la Argentina no fue nunca estratégica para Estados Unidos, le guste o no al presidente Macri, que desea que sus amigos del norte lo quieran tanto como él los quiere.
La Argentina está lejos, y no pesa en América Latina como Brasil o México, ni por sus apoyos ni por sus enemistades. Esto no lo entendieron los kirchneristas, que, cuando fueron gobierno, magnificaron nuestra trascendencia. Tampoco ahora se pintó en alguna pared la consigna “Trump o Fernández”.