Alberto Fernández carece de carisma y de sentido de la oportunidad cuando enfrenta al periodismo. Se pelea como si no supiera que discutir duro con el periodismo es un lujo que no puede permitirse nadie. Las noticias se lo cobran y se le recuerda al candidato presidencial que él tiene un dudoso currículo de conflictos con la prensa. Lo juzgan como si los argentinos desde siempre nos hubiéramos atenido a la primera enmienda de la Constitución norteamericana. Así somos: durante largos períodos (por ejemplo, desde 1976 hasta 1983) no tuvimos libertad de prensa; incluso los diarios afectados aceptaron esas condiciones restrictivas. Pero hoy tratamos a quien evade una pregunta o se niega a responderla como si fuera un defensor de la censura previa.
Es inexplicable que alguien inteligente como Alberto Fernández no haya anticipado esta situación ni previsto que le iban a cobrar caro sus intervenciones. La prensa no perdona, porque ejerce su poder en la esfera pública y sabe, con razón, que tiene derecho a ejercerlo. Los modales de Fernández con el periodismo y su agresiva inestabilidad emocional producen intervenciones que suelen parecer las de un aficionado, no las de un político conocedor del espacio donde se mueve.
Fernández está probando una medicina que no figuraba en su vademécum. Comparado con Cristina, parecía un hombre de estilo moderado, conocedor de hasta dónde es posible desafiar a la prensa, que no perdona desafíos en nombre de una libertad no siempre defendida con tanta convicción y enjundia. Fernández debió recordar que ya no es funcionario de ningún gobierno, y que, salvo que gane las elecciones, carece del poder que, incluso en la derrota, es atributo de Cristina Kirchner.
Vivir en el pasado. Hace muy pocos años, desde el Salón Blanco de la Casa Rosada, se podía acusar a la prensa de parcialidad, de colaborar con la oposición, de intereses oscuros y negocios más oscuros todavía dedicados a la compra y venta de insumos fundamentales como el papel, o el usufructo de licencias que en otros países se considerarían monopólicas y serían examinadas por la Justicia.
De alguna manera, en su relación con la prensa, Alberto Fernández vive en aquel tiempo, cuando los Kirchner se sentían autorizados por su poder y su popularidad para despacharse en contra de los diarios; cuando, desde el Ejecutivo, se fomentaban exhibiciones de afiches con fotos de periodistas para que los escupieran serviciales visitantes y niños inocentes. Sobre todo, se acabaron las épocas en que abundaba el dinero para financiar posiciones favorables al Gobierno, aunque la magnitud de ese aporte de capital a las ideas publicadas por la prensa amiga no tuviera como consecuencia, que tal campaña oficialista fuera más eficaz que la de medios de comunicación menos dependientes del Ejecutivo.
Que alguien le avise a Alberto Fernández que todo eso pasó. Hay que avisarle también que una mujer carismática como Cristina Kirchner tiene condiciones para moverse más libre y espontáneamente que un político inteligente, pero que todavía no ha demostrado la calidad de su liderazgo. Incluso, habría que advertirle que la prensa es implacable cuando se siente ofendida por quien no acumula mucho poder en sus manos. Cuando todo el poder está en el Ejecutivo, la prensa sabe retroceder con garbo, ya que además de su sagrada misión periodística cumple con la que le encarga la propiedad privada: conservarse.
No recuerdo en el pasado reciente que se persiguiera a un político con viejos dichos
Vale la pena recordar que fueron solo medios muy pequeños los que se abstuvieron de saludar la invasión de la dictadura a las Malvinas. Solo Nueva Presencia aceptó publicar una breve declaración de intelectuales en contra de esa aventura militar. En Clarín fue excepcional el artículo de Raúl Alfonsín cuyo título lo decía todo: “Malvinas, el cepo patriótico”. En ese momento, se mezclaron el patrioterismo y el seguidismo. En un país donde hubo dictaduras militares durante 24 años del último medio siglo, pocos tienen un currículo impecable. Afortunadamente, a Fernández no se le ocurrió usar estos argumentos contra la prensa, porque habría quedado aún más expuesto a la vendetta.
Periodismo imperfecto. Como sea, quienes conocemos las agachadas de ese último medio siglo, conocemos también la historia difícil, sinuosa, a veces arriesgada, a veces valiente, a veces temerosa, de la prensa argentina. Quienes hoy la ejercen tampoco tienen la obligación de recordarla al pie de la letra, aunque les bastaría consultar los archivos a los que acceden fácilmente. Pocos resisten un archivo. Esta máxima se aplica no solo a Alberto Fernández.
Pero existen otros argumentos, no para defender a Alberto Fernández sino para tratar de que los argentinos nos beneficiemos con un más perfeccionado ejercicio del periodismo. La forma en que se interroga a un político podría mejorarse. Grandes plataformas de noticias envían nubes de movileros que se estacionan a la salida de una reunión o un acto, para rodear a aquél de quien se busca extraer alguna respuesta. Micrófono en mano, los representantes de los diferentes medios compiten a los gritos para ganar la atención del personaje al que se ha rodeado hasta lograr una proximidad material y física que podría denominarse “acoso”. Al calor de esa proximidad, desde los micrófonos ostensiblemente decorados con los logos de la central de noticias a la que responden se arrojan preguntas sumarias; y quienes las formulan también esperan respuestas sumarias, que puedan traducirse rápidamente en un titular, un tuit, un videíto o el zócalo de un canal de televisión.
Dentro del círculo de micrófonos, el político manda frases de treinta palabras. Aunque fuera Cicerón, otra cosa sonaría inadecuada. No son respuestas sino “salidas” en el doble sentido del término: ocurrencias y modos de salir de un lugar. Si ese político tiene decisión puede levantar la voz, pero la subida de tono debe ser cuidadísima porque cualquier volumen corre el riesgo de sonar agresivo, inapropiado y, si quien sostiene el micrófono es una mujer, sexista. Si el político es ingenioso, puede librarse más rápidamente, pero también el humor o la ironía tienen sus peligros, porque no queda tiempo para aclaraciones. Los clips que vemos en las redes pertenecen a este género de teatro chico, que agregan muy poco al prestigio del periodismo.
A un político como Alberto Fernández, menos acostumbrado al acoso, se le salta la chaveta muy rápidamente. Tal percance lo estamos viendo en estos días y, como es productivo para la noticia, se ha aprendido a buscarlo. Fernández no tiene paciencia. Alguien podría decir que tampoco tiene buena conciencia. Pero no recuerdo en el pasado reciente que se persiguiera a un político con declaraciones suyas de los últimos diez años, para que las aclarara, ratificara o desconfirmara en los contados minutos, o segundos, de una respuesta.
Escarnios inmerecidos. El otro día, un hombre lo increpó a Macri en la puerta de un restaurante. Fue noticia porque habla de una descuidada seguridad presidencial. Pero imaginemos también que una jauría de preguntadores rodeara al Presidente cada vez que va a una inauguración (formato de acto público que le encanta en estas épocas electorales). Imaginemos que veinte periodistas lo rodearan a los gritos y convirtieran en preguntas todas las insustanciales promesas del Presidente para recordárselas y reprochárselas: ¿En qué quedaron los brotes verdes que usted anunció? ¿Se acuerda cuando prometió pobreza cero? ¿Se acuerda cuando dijo en la campaña presidencial que la inflación se resolvía en corto tiempo? Y, sobre todo, lo interrogaran sobre aquello de lo que no se habla: ¿Cómo fue el negociado de la concesión del Correo que Menem les dio a usted y su padre?
La escena es improbable. Esas preguntas requieren que se las responda en una escena tranquila y reflexiva. Ni Macri, que hizo incumplibles promesas de campaña, merece ese escarnio por haber sido ignorante de la realidad, por haber sido fantasioso con el futuro o, simplemente por creer que seguiría bendecido por la suerte del niño rico.