Evo Morales cumplió una década en el Palacio Quemado, y con él dos de sus ministros: el canciller David Choquehuanca –símbolo de la presencia indígena aimara en el gabinete– y Luis Arce Catacora, artífice del “milagro macroeconómico” andino. Pero Morales cree que el proceso debe continuar y que él es la garantía de esa continuidad. Por eso busca cambiar la Constitución aprobada en 2009 para conseguir un cuarto mandato en 2020, y para eso debe ganar la consulta del 21 de febrero. En medio del clima de estancamiento y/o retroceso del progresismo en la región, el periodista Nick Miroff, de The Washington Post, consideró a Morales una suerte de último baluarte de este bloque.
Aunque Evo hoy le ganaría a cualquier candidato, por primera vez en una década (cuando arrasó elección tras elección) no tiene asegurada la victoria. Sin duda, puede ganar la consulta; no obstante, el paso del tiempo fue generando, especialmente en los sectores urbanos, la idea de que “aunque lo hizo bien, Evo no puede ser eterno en el poder”. Pero los partidarios del No se enfrentan a una dificultad no menor: hoy por hoy, la oposición no tiene candidatos con perspectivas presidenciables, por lo que el voto contra la re-re-re es visto como una especie de salto al vacío. Y es precisamente sobre este flanco que golpea la campaña del oficialismo: Evo habla más de la defensa de la estabilidad y de lo conseguido que del futuro. Pese al éxito de estos años en términos macroeconómicos y sociales –además de los simbólicos–, en esta ocasión la reelección no parece estar atada a una apuesta hacia adelante. Las energías se fueron debilitando en el interior de la maquinaria gubernativa. Los movimientos sociales pasaron a ser, en varios sentidos, parte del Estado (con casos de corrupción como el del Fondo Indígena, con una serie de proyectos fantasma) y el país sigue dependiendo de la exportación de materias primas. No obstante, lo hecho, sumado al carácter de “presidente-símbolo” de Morales, es un capital que le permite disputar la elección, lo que, después de una década, hubiera sido una completa utopía para cualquiera de sus predecesores.
En una reciente entrevista en el diario El Deber, el presidente pareció incómodo cuando le preguntaron por las posibilidades de que el vicepresidente, Alvaro García Linera (que lo acompañó estos diez años), sea el Plan B en caso de perder. Aunque lo elogió como una especie de copiloto, lo asimiló a un “secretario” más que a un “presidenciable”. Quizá sólo fue una frase producto de la incomodidad de responder sobre una posible, aunque no necesariamente probable, derrota. Pero quizás también marcó la cancha.
Para ganar, Morales cuenta con el voto de la otrora díscola Santa Cruz, donde terminó pactando con una elite agroindustrial que perdió la batalla política pero mantuvo peso económico regional. Evo logró incluso ganar ahí en 2014, pero no podría conseguir un gobernador oficialista. Hoy el alcalde de la ciudad –antes opositor– es uno de los publicistas del Sí el 21F. También cuenta con el Estado: aunque el Estado es débil en Bolivia, es muy fuerte comparado con la debilidad de su burguesía y del aparato mediático. Y hoy ese entramado está al servicio del Sí.
La macroeconomía está entre sus fortalezas, y la enorme cantidad de reservas que acumuló (50% del PBI) le sirven para resistir temporalmente la caída de los precios de las materias primas. Reformas pendientes, como la del sistema de salud, se mantienen como una deuda persistente. Aunque dijo hace poco que, aunque pierda, ya hizo historia, Morales no es de los que se resigna. Su vida, desde la aldea de Orinoca, en medio del imponente y hostil Altiplano, estuvo llena de batallas, y hoy no relegará tan fácilmente su principal logro: llegar hasta donde nadie creyó que llegaría. Mientras, la oposición se entusiasma con que la derrota del chavismo y el triunfo de Macri la ayuden y compensen sus torpezas y debilidades.
*Jefe de redacción de revista Nueva Sociedad.