En esta entrega volveré sobre los lugares comunes que tienen como protagonista al libro. Tal vez sea la última (eso espero). Se oye decir: “Yo un libro, por principio, si lo empiezo, lo termino. Nunca lo dejo por la mitad”. Convengamos que como afirmación que pretende espolvorear moral sobre la pizza de la lectura es bastante estúpida. ¿Por qué empecinarse en leer un libro si es horrendo? Tal vez se trata de un falso sentido del orgullo, o tal vez de un férreo espíritu de disciplina, o tal vez de un desafío librado contra uno mismo. O tal vez –peor aún– se debe al simple hecho de que uno lo pagó. “Gasté doscientos veinticinco pesos en El sabotaje amoroso de Amélie Nothomb, así que ahora lo leo hasta el final”. Lo que es exactamente lo mismo que decir: “Derroché mi plata, ahora para emparejar las cuentas voy a derrochar también mi tiempo”. Tengo una mala noticia: no les van a devolver ni una cosa ni otra.
“Este verano volví a leer En busca del tiempo perdido (especialmente si es dicho por alguien menor de 35, especialmente si en vez del título en español dice La Recherche)”. Conocí a una mujer que releyó de verdad el libro de Proust. Se llamaba Estela Canto, murió en 1994 y tradujo la obra de Marcel para la editorial Losada. Todos los demás (o casi todos), si dicen una frase como esa son embusteros, millantatori, parvenu, bolaceros culturales. Los clásicos son tantos que incluso cuando tengamos cien años todavía nos van a quedar mil por leer y descubrir por primera vez. Menos mal.
“Las tramas no me interesan, lo que me interesan son los recursos narrativos”. En cuanto a estupidez, ésta tampoco está tan mal. Generalmente los que la dicen son los que ostentan cierto desprecio hacia lo que en una época se llamaba paraliteratura (policiales, ciencia ficción, etc.), es decir los géneros destinados al consumo masivo. Están orgullosos de su impermeabilidad a las revelaciones finales e incluso al nombre del asesino, lo que es un claro signo de su superioridad como lectores. A mi modo de ver, representa una visión bastante frígida de la literatura. Le quita valor no sólo a la creación de una buena trama, lo que no es poco, sino también a la dispositio –al modo, el tiempo y el orden con que un texto nos va revelando sus secretos.
“El amor por los libros y la cultura une a las personas”. Se trata de una mentira galáctica. Es óptima para transmisiones radiales y televisivas sobre novedades editoriales, pero nada más. ¿Pero cómo oponerse a esta visión irenista y amorosa sin pasar por un aguafiestas, o peor, por un fascista? Es una de esas banalidades mistificadoras que Karl Kraus tal vez hubiera podido aceptar, porque en su época la cultura no era todavía un juguete, sino algo por lo que todavía la gente se masacraba, por lo que se estrechaban o rompían amistades y se de-sencadenaban batallas. La cultura que une más allá de las barreras ideológicas y nacionales es la cultura homogeneizada e inocua, la cultura decorativa, insípida, aguachenta, chirle, insustancial y desabrida. Es la cultura de los adultos culposos. O de los jóvenes viejos culposos. La cultura divide, lo que une es el huevo batido.