El asunto de Jordi Savall, que rechazó el Premio Nacional de Música en España, evidencia la tristeza que duerme agazapada detrás de algunos premios y que el argot celebratorio tiende a ocultar, disfrazando al premio sólo de buena noticia. Al gran Savall no le trae problema el premio, sino quién lo otorga; rechaza con altura y con respeto los fajos del Estado –tentadores, casuales y tramposos– para no “traicionar sus principios y sus convicciones más íntimas”, y señala que la distinción proviene de la principal institución del Estado responsable del “dramático desinterés y de la grave incompetencia en la defensa y la promoción del arte y de sus creadores”.
El caso es universal y se aplica a cualquier lengua. Los Estados saben hacer poco y nada para preservar sus bienes espirituales y recargan toda la publicidad de sus acciones sobre los materiales, que también se les escapan. Así es que los premios –lejos de ser una fiesta para hacer visible la cima de una montaña rica y generosa– suelen funcionar como paliativos. Es el rarísimo lacre con el que una institución sella su relación de eterno concubinato con lo antiinstitucional, ya que tal cosa es el arte. Como no saben garantizar la preservación del tesoro que es la música antigua española, ni han querido educar al populacho para que esto quede en manos del oyente natural, prefieren señalar como acto heroico, único, irrepetible, el quehacer de algún quijote de esa sociedad, que se enfrenta solo a un entorno que le es naturalmente hostil.
A veces la aceptación de un premio es la puerta para hacer visible una labor destacada; a veces, en situaciones extremas –como la del abuso tributario que rige en España para los artistas– su rechazo es la publicidad más eficaz. No sé si las violas y laúdes de Savall sonarán ahora más prístinos, pero en todo caso los oídos percibirán algo más que música hermosa. Es el encanto fatal, fosforescente del sacrificio.
Y eso que el arte es amoral, por definición y por conquista.