Si a usted le gusta el fútbol pero le molesta el asunto de los torneos cortos o los cambios de formato de competencia, ni se le ocurra interesarse por el rugby.
Desde los vaivenes de programación del torneo Argentino (a veces se juega antes de la temporada, otras, al final y algunas en el medio, pero nunca con criterio de prioridad) hasta la creación del Nacional de Clubes (el gran torneo que debía ser, nunca fue y jamás será) el rugby parece un deporte en el cual se habla y se discute mucho más de lo que se piensa y define.
La URBA (Unión de Rugby de Buenos Aires) está lejos de ser una excepción. Es más, por la relación entre poderío económico, cantidad de clubes y jugadores y peso mediático, el caso de su torneo anual es tristemente emblemático.
Se trata de un torneo que, considerando sólo la última década y media, tuvo desde 16 hasta 32 equipos, alguna vez se jugó en una sola etapa de dos ruedas de todos contra todos, otras con un formato de tres etapas (por ejemplo, la que acaba de concluir), con descensos, sin descensos y hasta con diseños que lograron lo que nadie permitiría en una estructura con instinto de supervivencia: que pase un torneo entero sin que jueguen CASI-SIC, una mezcla de Central y Newell’s por cómo la pasión divide a una ciudad, y River-Boca por tratarse del choque entre los dos clubes más importantes y ganadores de su historia.
Sin embargo, el de 2006 quedará como el campeonato más entretenido en muchísimo tiempo. Si el misterio y la emoción obedecen a que todo se emparejó para abajo, es una discusión que salpica a casi todos los deportes colectivos. Ni siquiera destacaría virtudes técnicas o estratégicas de los equipos: ricos en espíritu, son cada vez más pobres en recursos para evitar que Europa les quite sus joyas. Pese a todo, el torneo fue cautivante.
Curiosamente, y pese a que una de sus virtudes pasaron por los cambios constantes de liderazgo, excepción hecha de CUBA (una especie de Racing del rugby que lleva 35 años sin títulos), a la hora de las definiciones, volvieron a estar los de siempre. Y luego de un memorable partido eliminatorio ante el SIC y de un señor triunfo en la final ante Alumni, el Hindú Club rompió el maleficio de varios torneos en los que fue el mejor de punta a punta para caerse en el último paso.
A la par de la mística y la convicción granítica del SIC, de la historia otra vez vigente del CASI o de esa condición de eterno candidato de Alumni, la gente de Don Torcuato levanta con justificado orgullo la bandera de un proyecto que se hizo campeón hace más de una década y se mantiene inalterable en el tiempo como sólo parece posible en este deporte.
Probablemente, este no sea el mejor año para hablar de las bondades de todo terreno de Hindú: más inestable que de costumbre, esta temporada perdió más encuentros que en temporadas en las que no se consagró. Sin embargo, este flamante campeón sigue siendo el equipo más completo del rugby local. Si el rugby contemporáneo exige forwards capaces de pasar la pelota como un tres cuartos y no por eso dejar de garantizar una buena obtención, Hindú aprueba el examen. Pero donde los del Pato Noriega dejan la huella distintiva es en la fe peregrina que le tienen a lo que pueden hacer moviendo la pelota con las manos. A veces, como contra el SIC, es una herramienta que revierte y define un clásico. Otras, como ayer, hay menos chance de hacerlo por la concentración defensiva del rival, por menor calidad en la obtención o hasta por la presión extra que motiva la ocasión; su mérito fue que no necesitó dramáticamente de su carta comodín para quedarse con el gran pozo.
Como fuere, en tiempos en los que nos quieren hacer creer que la única forma de triunfar es adaptando equipos y jugadores a los sistemas, Hindú volvió a demostrar que “con la nuestra” (en este caso, “la de ellos”) se puede ser un gran campeón.