“De un lado, el delincuente designado como el enemigo de todos, que todos tienen interés en perseguir, cae fuera del pacto, se descalifica como ciudadano, y surge llevando en sí como un fragmento salvaje de naturaleza; aparece como el malvado, el monstruo, el loco quizá, el enfermo y pronto, el ‘anormal’.”
Michael Foucault (1926-1984); de “Vigilar y castigar” (1975): Castigo. 1: El castigo generalizado”.
Perdido por perdido, Racing fue a jugársela. Era blanco o negro, la gloria o Devoto, así que cerró los ojos, apretó los dientes y, oh, sorpresa, el arrebato salió perfecto: le quitó a Boca lo que ya tenía en el bolsillo con Milito y Bou, el arma mortal; quién diría, de marginado a superstar. Un trabajo lúcido, efectivo, muy profesional; sin torpezas de principiante.
No hay caso: releo este comienzo y me doy cuenta de que estoy contaminado, maldito inconsciente. No puedo huir del tema que monopolizó la semana. Me arrastra. No hay más que prender la televisión, muchachos. Allí están, a toda hora, impiadosos, taladrándonos la cabeza. Miren, si no.
Gastón Aguirre, el ladrón más torpe del mundo, intenta sensibilizar al público con la triste historia de su vida, un hijo, la imposible fiesta de cumpleaños. No lo consigue, sea cierto o no su relato. Le juega en contra su postura, demasiado desafiante para la irritable opinión pública. Mauro Viale tiene la nota más buscada, pero sabe que lo van a destrozar. No parece muy conmovido por eso. Son años.
En otro canal, Fabián Doman dice que Aguirre pide 3.500 pesos para ir al programa, pero ellos de ninguna manera aceptarían pagarle a un delincuente. La doble afirmación ofende a Viale, que, furioso, desliza algo sobre listas y tiempos oscuros. El tema mide bien, se ve, y tolera la competencia del caso Melina. Un panel de gente común debate en el piso y uno de los comentarios le parece atinado a Sandra Borghi, que repite, convencida: “Claro: ¡que venda la moto si le quiere pagar la fiesta al hijo!”. Argumento que no tardará en hacer suyo el pensador Ivo Cutzarida, incansable en su lucha contra todos los males de estas pampas.
Otra voz advierte: “Miren que la moto era su herramienta de trabajo”, pero la deducción no alcanza el mínimo consenso. “Para alguien que roba, trabajar es una pérdida de tiempo”, se pone obvio Aguirre en el tape, e intenta focalizar su discurso en los años que, jura, dejó la mala vida para levantarse al alba y vender cintos por la calle. La mayoría se indigna: creen que habla en primera persona. Lo quieren preso.
Su última imagen es patética: escondido en el baúl de un taxi para eludir a unos espontáneos que reclaman justicia en la puerta del canal y parecen dispuestos a lincharlo. “¡Dale, robame a mí y vas a ver cómo sos boleta!”, grita uno de los más amables. “¡Encima lo cuida la policía!”, protestan.
Mientras tanto, Cutzarida estira hasta el infinito su asombrosa máquina de simplificar. Como un gurú de barrio, balbucea con pasión la tabla del dos y prepara su cóctel: Biblia, Martín Fierro, Código Penal, Che Guevara, licuadora y pum, pum, pum: derecha para dummies, el pueblo está conmigo, si un chorro quiere matar a tu familia cómo no vas a reaccionar; en fin, obviedades por el estilo.
El mundo binario del fútbol es tranquilizador: allí están, frente a frente, unos contra otros, colores diferentes, reglas sencillas: vos pateás para acá, nosotros para allá; yo la tengo, vos me la querés sacar y viceversa. Se acepta de común acuerdo el arbitrio de un tercero y listo: se juega. Quién mete más goles, gana. Los de arriba facturan, viajan al exterior; y los de abajo, descienden. Tan simple como el mundo de Ivo, donde todo se reduce a una lucha entre bandos. Por desgracia, la realidad es más compleja, salvo que uno vea demasiadas películas de Stallone. Ay.
A Cutzarida le ofrecieron –dijo, y yo le creo– una, dos, tres candidaturas; y aunque jura que no le interesa ser político igual va a José C. Paz, posa para la foto y después, sin anestesia, al lado de Ishii y del poncho de Ishii, propone la vuelta del servicio militar obligatorio. Ah, bueno. ¡Ahora sí que estamos vivos de milagro!
“Me gustaría saber qué pensaría si le hubieran robado a usted en lugar de al turista”, me chicanearon varios en la semana luego de leer la columna “Todos contra el negro de la moto”. Lo diré ahora. No es tan difícil.
Pensaría lo mismo.
Y no hablo desde la tranquilidad del que nunca fue víctima. No he sido tan bien tratado por los ladrones. Alguna vez fue la casa y cuatro el auto, una de ellas conmigo adentro. Fue sobre San Lorenzo, en Vicente López, a cuadras de la Panamericana. Estacioné y de la nada frenó otro auto. Bajaron cuatro tipos armados, se subieron al mío y me empujaron al asiento del acompañante. No la pasé bien.
Me golpeaban y gritaban: “¡Matalo, matalo!”. “Tranquilos, ¡para qué se van a cargar un fiambre sin necesidad, je!”, les decía, sin pensar de quién hablaba y con el frío del caño en la nuca. Eran los años 90 y recién surgía esta delincuencia marginal, despiadada, apestada de drogas, mano de obra ideal para punteros y barrabravas.
Después de un rato me abandonaron en plena Panamericana, con la cara marcada y los bolsillos vacíos. ¿Qué sentí? Terror primero, odio después. Para ellos, yo era el enemigo. Nadie, nada. Sentí que podían haberme matado sin culpas; y yo a ellos, si encontraba la chance. Fantaseé eso durante días mientras procesaba el despojo, la bronca, la humillación. Todavía me avergüenzo.
Es más estúpido que sencillo discursear desde ese lugar. La reacción de la víctima es obvia, previsible, humana. Más difícil y más útil, creo, es detenerse a repasar la historia reciente de este país. Toda.
Eso pienso; y eso escribo, ahora.
Porque nos guste o no, el enfermo, el loco, el anormal del que habla Foucault allá arriba, en el acápite, es nuestra tenebrosa creación.
A hacerse cargo, compatriotas.