La cuarentena nos afecta de distintas maneras, según la posición de cada uno, su fortaleza física y económica, su resistencia ante una situación de anormalidad que puede prolongarse eternamente. Aislado con Flavia y nuestra perra en un pueblo en el que rige el toque de queda a las cinco de la tarde, aunque nunca hubo un caso positivo, no me estaba llevando muy bien con la situación. Nos gustaría tener la libertad y el derecho de viajar a Buenos Aires, donde, entre otras cosas, podríamos hacer consultas médicas que aquí no son fáciles. Pero lo que nos quebró y nos hizo llorar como hacía tiempo que no nos pasaba fue la muerte de un chico, el muy querido hijo de nuestros vecinos. El pibe tenía diabetes, una enfermedad muy cruel cuando se declara a una edad temprana. Pero Santino hacía una vida normal hasta que llegó la orden de encerrarse. Solo un mes más tarde las autoridades le otorgaron un permiso para que pudiera caminar una hora por día alrededor de la casa. Pero no fue suficiente. Tuvo una crisis, lo llevaron a Mar del Plata (aquí no hay especialistas ni instalaciones para casos complejos) y, cuando llegó al hospital, padecía de una neumonía avanzada y su situación era crítica. Entonces, le prolongaron la vida durante 48 horas con un respirador, esperando un milagro que sabían imposible.
Fue terrible, como lo sabe cualquiera que se haya encontrado en una circunstancia semejante. Nuestros vecinos, Belén y Cristian, enfrentaron la angustia y el dolor con la resignación cristiana que evocan sus nombres. Desde luego, no hubo velatorio y, entre el decoro y las restricciones, todavía no los pudimos saludar personalmente. Me pregunto si podemos abrazarlos, aunque uno no debe imponerles a los demás los apartamientos de las normas. Tal vez les ofreceremos nuestras condolencias con barbijo y a la distancia. Escribir estas líneas es lo más cercano que se me ocurre a un pésame. Y también a un grito frente a la sensación de injusticia y de absurdo que me invade. No sé si estuve alguna vez preparado para vivir en un estado de catástrofe –una guerra, un terremoto–, pero seguro que no lo estoy para una situación en la que el deterioro y el colapso, con secuelas que se multiplican a diario, provienen de un decreto. Y de una mirada cuestionable sobre los procedimientos sanitarios y sobre las garantías constitucionales. Creo que es más de lo que estoy preparado para soportar.
No puedo asegurar que la muerte de Santino se hubiera evitado sin el enclaustramiento. Pero no puedo dejar de pensar que su muerte tuvo que ver con la pérdida de la libertad y con la fragilidad en la que ha ingresado la vida cotidiana, sobre todo en localidades donde los servicios de salud se han precarizado y las arbitrariedades se toleran en silencio.
Tampoco puedo evitar volver a pensar en un detalle que me obsesiona desde la declaración de la pandemia. Es el de los respiradores, que demostraron menos utilidad para salvar vidas que para justificar el encierro colectivo. Es un detalle, pero se podrían mencionar otros tantos ejemplos de frases e imágenes productoras de pánico que revelan su falta de entidad cuando se las examina de cerca. Cada muerte durante la cuarentena debería obligarnos a dejar de pensar basados en fórmulas impuestas. Los lugares comunes nos dejan desamparados y también nos matan.