Aunque desgasten la misma herramienta discursiva hasta hacerla perder efecto, los políticos destacados fueron buenos comunicadores. Carrió fue mejor periodista que jefa de un partido y nadie tituló corto como ella. Raúl Alfonsín era un buen analista y Menem –discípulo de Neustadt–, un gran simplificador. Pero el mejor editor de las últimas décadas fue Néstor Kirchner y su verdadera revolución fue la periodística.
Sea periodística, cultural, económica o política, una revolución es aquello que rompe la normal evolución de lo vigente. Es un cambio disruptivo que corta la progresión inercial de lo esperable. Para gestar una revolución se requiere promover una nueva unión de intereses que se oponga a la anterior. Los aliados surgen entre quienes quedaron fuera de la cadena de privilegios del sistema a suplantar y su premio mayor será convertirse en la nueva clase dominante.
Cuando en una “transformación completa y ruptura del orden establecido” o –en otra definición de revolución– cuando en una “discontinuidad evidente con el estado anterior que afecte de forma decisiva a las estructuras”, se termina regresando a un punto similar al de partida aunque con un cambio de caras, se estaría cumpliendo el “principio de Pareto”, maestro de sociólogos, para quien, sin importar el sistema que se utilice, siempre alrededor del veinte por ciento de las personas usufructuarán los privilegios de conducir al ochenta por ciento restante. La lucha –en todas las épocas– sería por ingresar a ese veinte por ciento.
Ese retorno a una distribución del poder en proporciones similares lo ilustra mejor la definición que se utiliza para las revoluciones de los motores: giro o vuelta completa que da una pieza sobre su eje. O la palabra revuelta: acción y efecto de revolver o revolverse, que a veces se usa como sinónimo de revolución.
Para Pareto, “la historia es un cementerio de aristocracias” porque las elites, como cualquier otra construcción, nacen, envejecen y mueren. La diferencia es cómo se produce ese proceso de continua renovación: si se realiza en el marco de una competencia razonablemente leal que permita llegar a la cúspide de su grupo a aquellos más destacados, o se generan privilegios hereditarios o como premio a incondicionalidades burocráticas (de partido, grupo de afinidad o, infinitamente peor, de bandas). Las segundas dos posibilidades son las que encaminan los sistemas hacia la decadencia.
Las revoluciones producen cortes generacionales –por eso son tan atractivas para los más jóvenes– que permiten acceder rápidamente a posiciones que en el normal desarrollo demandarían mucho más tiempo alcanzar o a las que ni siquiera se podría acceder. Pero la palabra generacional no debe entenderse literalmente relacionada con una edad similar sino al haber compartido en un plazo de tiempo una situación similar con otros compañeros de ruta.
Eso no implica que lo joven como metáfora de lo nuevo sea leído literalmente, lo que se percibe perfectamente en la lucha que el periodismo militante realiza contra los grandes medios, donde a personas como Mariano Grondona se las acusa de “gagá”, a Joaquín Morales Solá de “dinosaurio”, y mientras que la estrella de 6, 7, 8, Orlando Barone, o Víctor Hugo Morales tienen, respectivamente, similar edad pero son vistos como nuevos.
El ser coetáneo se define por muchos más atributos que la simple edad. Por ejemplo, los columnistas más importantes de Clarín y La Nación (Van der Kooy o Pagni) son “viejos” aunque sean mas jóvenes que los más importantes de Página/12 (Verbitsky o Wainfeld). Ser viejo es haberse destacado en el orden anterior y ser joven es literalmente ser joven, comenzar el periodismo proviniendo de otras áreas afines o no haber alcanzado prominencia en los grandes medios existentes. El ejemplo generacional más paradójico es el que pretende transformar a Jorge Lanata, de ser el mayor ídolo de los periodista jóvenes, desprejuiciados y contraculturales, en un burgués de Tradición, Familia y Propiedad. Y a su mano derecha, el innegablemente talentoso y comprometido escritor Martín Caparrós, exponerlo en los medios oficiales como un conservador.
Obviamente, hay grandes, muchas y muy meritorias excepciones y no todos quienes brillan en los medios oficiales responden a las características negativas descriptas.
Para responder al principio de Pareto será necesario que al ascenso de unos le corresponda el descenso de otros, porque el espacio a ocupar es uno solo: el de la distinción frente a la audiencia, el de la visibilidad ante el público y lo que sólo es accesible por contraste. En esta clásica competencia de suma cero para construir nuevos liderazgos mediáticos habrá que deconstruir primero los existentes. Por eso el periodismo militante no se concentra sólo en destacar su perspectiva de la realidad y construir el relato que le resulte más justo, sino que utiliza la mayor parte de su energía en destruir la credibilidad (lo que es lo mismo que decir su ser-en-sí) de los periodistas más encumbrados y los medios más exitosos.
Escuché ayer a la mañana, en el programa Los que vienen de Radio Nacional, un elogio al sesgo de la versión 2011 del programa Gran Hermano porque, se decía, era más verídico y la competencia estaba planteada más violentamente y con menos hipocresía, una forma de sinceramiento que se correspondía con la que sucedía desde el poder por la lucha política.
Tienen razón quienes practican periodismo militante al decir que los periodistas más notorios que generalmente trabajan en los medios con mayor llegada tienen lazos corporativos entre ellos, que son canónicos y que trabajan en los medios más exitosos, porque también son los que mejores retribuciones de todo tipo ofrecen. Pero el proceso de descaretización requiere también decir que ocupar el lugar de esos periodistas y esos medios en el mapa cultural y económico del país es el objetivo de muchos de quienes los combaten, y sus dardos en muchos casos no están motivados por cuestiones ideológicas, o no solamente por ellas, sino por mezquinos intereses particulares o sectoriales atravesados no pocas veces por cuestiones sindicales, como tristemente suele verse en personas que no fueron valoradas por los medios más grandes cuando trabajaron en ellos o para empresas vinculadas, y luego son los más feroces cruzados exponiendo innecesariamente su propia credibilidad, porque toda exageración obtiene lo contrario a lo buscado.
Parte de quienes conducen medios oficiales lo hacen ajustándose a principios clásicos del periodismo, pero otros utilizan el poder que les presta el dinero del Estado para descargar antiguos resentimientos, envidias, rencores personales o prejuicios y dirimir cuentas pendientes que poco o nada tienen que ver con lo ideológico sino con egos mancillados por ofensas que generalmente fueron producidas por la sensación de insignificancia que les devolvía el espejo de los grandes medios y sus colegas más destacados a los que ahora, con el inesperado impulso del combustible ideológico, sueñan con reemplazar.
La audiencia dará su veredicto. Con su discutible sistema de valuación, pero el menos imperfecto de todos, dirá quiénes merecen seguir vigentes, quiénes no y quiénes reemplazarán a los caídos.