COLUMNISTAS
triple crimen, triple fuga I

Un escándalo que revela fallas estructurales en la seguridad

El trabajo de policías, fiscales, jueces y penitenciarios se realiza en condiciones de degradación. Es indispensable crear nuevas y mejores condiciones. Galería de fotos

Fugados. Más allá de los detalles coyunturales, se requiere una transformación de cada instancia.
| Cedoc

Como en tantas otras oportunidades, un hecho de alta connotación pública pone en evidencia las deficiencias con las que –en general– las policías, los fiscales, los jueces y los penitenciarios protegen la vida, la libertad y el patrimonio de los argentinos. Como siempre ocurre, las respuestas gubernamentales de turno son tan espectaculares y elocuentes como la indignación popular. Esta vez se espera y desea que los resultados de esas respuestas sean distintos de la historia reciente, de modo que los argentinos estén más –y no menos– protegidos. Para lograrlo, las nuevas administraciones macristas deberán dar cuenta de las falencias estructurales que sufren desde hace años los sistemas policial, judicial y penitenciario de la Argentina, teniendo presentes ciertos requisitos que esta política debe cumplir para ser efectiva.

La degradación institucional. Si bien existe cierta variedad en la calidad institucional, a un determinado nivel de abstracción se observa un grado de degradación uniforme en todo el sistema de seguridad y justicia a lo largo de todo el país. Esta degradación se manifiesta, entre otros aspectos, en lo inadecuado del modelo de organización y en el deterioro del profesionalismo necesarios para dar cuenta de la naturaleza, la escala y el dinamismo del actual problema criminal.

En efecto, en primer lugar, el grueso del aparato estatal por el que se protege a los ciudadanos –policías, justicia penal, cárceles– sigue funcionando con una organización, una estructura jerárquica, un régimen de carrera y sistemas de control y evaluación diseñados para un problema y bajo principios que, a la luz de la realidad actual, son piezas de museo. Por ejemplo, a excepción de la PSA, las leyes orgánicas de las fuerzas federales datan de 1958 (PFA), 1969 (PNA), 1971 (GNA) y 1973 (SPF). Lo mismo sucede con la Justicia y la mayoría de las policías provinciales.

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Aun cuando hubo reformas importantes –por caso, en Buenos Aires, Mendoza, Santa Fe–, las dirigencias políticas no supieron conducir la empresa reformista a buen puerto, entendiendo por tal la doble capacidad de la reforma de ser sustentable en el tiempo y mejorar la forma en que la organización desarrolla la tarea crítica para la cual fue creada: dar cuenta del problema criminal.

Así como no es lógico librar hoy una guerra con una fuerza armada organizada en una caballería ligera y una infantería de escudos y lanzas, tampoco lo es organizar policías u oficinas judiciales que no exigen ni evalúan objetivamente el desempeño en el cargo, basando principalmente el ascenso de un funcionario en la antigüedad.

¿Qué mecanismo objetivo, automático y universal existe hoy en las organizaciones policiales, judiciales y penitenciarias para detectar si un jefe policial protege a una banda criminal; la pertinencia del criterio por el cual un fiscal atiende o desatiende los casos que se le presentan; el patrón arbitrario que utiliza un juez para otorgar o rechazar beneficios procesales o de ejecución de pena; las decisiones de un director penitenciario que perjudican la seguridad o el bienestar de los internos a su cargo? La respuesta es tan clara como dramática: ninguno.

Para las cárceles, las reformas necesarias son aún más estructurales, ya que implican redefinir la tarea crítica de la organización. Un sistema moderno requiere disponer de una o varias organizaciones capaces de vigilar procesados excarcelados, administrar penas que no sólo se ejecuten intramuros, controlar salidas anticipadas y asistir la reentrada de los condenados a la sociedad (¿la emergencia penitenciaria en la provincia de Buenos Aires está planteando este escenario?).

En segundo lugar, el profesionalismo de las policías, la Justicia y los servicios penitenciarios se encuentra literalmente por el piso, lo que afecta dramáticamente la efectividad con que estas organizaciones cumplen con la tarea para la que fueron creadas. Estos servicios son especies que pertenecen a un género especial de instituciones públicas que se denominan “burocracias de calle”. Los típicos burócratas “de calle” son los maestros, el policía, los trabajadores sociales, el inspector, los jueces, fiscales y defensores oficiales, o los médicos y trabajadores de la salud.

En estas burocracias, los operadores –o la primera línea de trabajadores– ostentan un rol protagónico en el desarrollo de su tarea crítica. El policía de patrulla, el fiscal de primera instancia y el penitenciario cumplen un papel crucial para el éxito de sus respectivas organizaciones, como no lo cumple el jefe de mesa de entradas de cualquier otro organismo público.

Por ello los factores que moldean el profesionalismo con el cual cumplen su trabajo son tan determinantes. En general, habría ciertos factores que afectan el nivel de insatisfacción y que pueden desmotivar, como los tipos de dirección y supervisión existentes, las relaciones interpersonales dentro de la organización, las condiciones físicas de trabajo, el nivel y régimen de salario, entre otros. Asimismo, existirían factores que motivan y comprometen cuando están presentes, como la posibilidad de logros profesionales dentro de la organización, el reconocimiento de la institución a los resultados y desempeños individuales, la responsabilidad otorgada, el progreso material y simbólico que otorga la institución, etc.

Considerando esta perspectiva, se viene produciendo una peligrosa combinación de hechos que atentan contra el profesionalismo policial, judicial o penitenciario, a saber: i) un creciente riesgo sobre la actividad fruto de la mayor escala y complejidad de la criminalidad. Estos riesgos son físicos (vgr. la reciente amenaza contra los fiscales que acusaron a narcotraficantes) pero también legales, ya que la actividad expone hoy día a estos funcionarios a tensiones y contiendas legales que amenazan su libertad o carrera; ii) un deterioro manifiesto y escandaloso de las condiciones materiales de trabajo, que se constata a poco de recorrer cualquier comisaría, fiscalía o cárcel. Las instalaciones, los medios materiales y la tecnología disponible les espetan a la cara de los policías, judiciales o penitenciarios lo poco relevante que su tarea es para el Estado; iii) un retraso salarial que si bien es común en el empleo público, genera en aquellos que diariamente se exponen a riesgos físicos o legales a transformarse en empleados públicos en el peor sentido del término. Por ejemplo, el régimen perverso de los “adicionales” –necesarios para alcanzar un ingreso digno– hace que el policía trabaje en el adicional y descanse en horario de servicio, sin que tenga tiempo para capacitarse, entrenarse, descansar y/o disfrutar de su familia.

Esta combinación de hechos, entre otros, ha destruido la vocación de servicio hasta del funcionario policial, judicial y penitenciario mejor intencionado. La importancia del sentido profesional o ethos de una organización se torna más claro cuando empieza a decaer, tal como sucede en las policías, la Justicia y las cárceles argentinas.

Algunas conclusiones. Por ello, modernizar el aparato de seguridad ha dejado de ser una opción para ser una necesidad. Esta política necesaria debe tener en claro, antes de comenzar, dos principios.

Primero, luego de haber probado de todo, las políticas reformistas deben guiarse por el sentido común, la experiencia comparada y las decisiones basadas en evidencia científica. Todo ello sugiere sumar al sistema de seguridad y Justicia nuevos principios y valores, como concursos de oposición internos para las promociones, sistemas objetivos y automáticos de control interno y externo, indicadores y evaluación de desempeño, o meritocracia, entre otros.

Segundo, no existe una forma de seguridad “¡llame ya!”. No hay pociones mágicas, atajos ni fórmulas esotéricas. Por el contrario, apreciar la problemática de seguridad presente y futura, planificar las capacidades necesarias, organizar eficientemente los medios, disponer de despliegues y operaciones eficaces, y controlar y evaluar el desempeño, entre otras cosas, son cuestiones complejas que requieren tiempo y recursos. Ahora bien, si el Estado no puede o no quiere hacer eso porque demanda tiempo y recursos, entonces ¿qué hace el Estado?

Toda decisión política genera consecuencias, presentes y/o futuras, solapadas y/o manifiestas, positivas y/o negativas. Hasta no decidir es una decisión, que también genera consecuencias. La particularidad de las decisiones de seguridad es que sus consecuencias se ven en la calle. Podrá tener las mejores intenciones, pero las consecuencias mandan. Por ello, fundar exclusivamente las decisiones en sus motivos antes que en sus consecuencias es hacer un ejercicio adolescente de la política. La falta de una estrategia integral de seguridad que contemple programas de modernización de las policías, la administración de justicia y el servicio carcelario es una decisión que trae consecuencias. De mínima, que la escala y la complejidad de la criminalidad permanezcan entre nosotros. Probablemente, que se incrementen.

Se puede controlar la corrupción

Históricamente, los departamentos de policía de las principales ciudades de Estados Unidos eran estructuras sumamente corruptas, lo que afectaba la capacidad de dichas organizaciones para realizar apropiadamente la tarea para la cual existían: controlar el delito.

El cine de Hollywood llevó a la pantalla esta situación durante muchos años.
Películas clásicas como Serpico, protagonizada por Al Pacino, o Harry el sucio, con Clint Eastwood, reflejaban el estado de cosas en un departamento de policía ganado estructuralmente por la corrupción, como el de la ciudad de Nueva York, o donde el alto nivel de delito y la ineficacia de la policía para controlarlo sólo podían ser resueltos echando mano de medios brutales para conseguir fines legítimos, como en San Francisco.

Desde el 90, y luego de dos décadas de reformas policiales a lo largo del país, la situación parecería haber cambiado drásticamente. No es que no existe ni corrupción ni brutalidad, como muchos sucesos del año pasado lo muestran, pero los hechos no responderían a un sistema estructural que los promueve.

Por caso, recientemente se realizó en Nueva York y Los Angeles –los dos departamentos de policía más grandes e históricamente más cuestionados– el test de la “billetera perdida.” Consiste en dejar aleatoriamente a la vista de un oficial de policía una billetera “perdida” llena de dinero en efectivo y datos de contacto del dueño, de modo de ver la reacción del oficial. Para asombro de los investigadores, el 100% de los policías de ambas ciudades contactaron al dueño para devolver la billetera. Por ello, que los problemas de corrupción sean complejos no significa que no puedan controlarse.

*Politólogo. Especialista en políticas públicas y seguridad.