Me gusta mucho contar esta parábola que adapté de la sabiduría de Raúl Antelo.
Michel Foucault publicó el primer tomo de la Historia de la sexualidad (cuyo último tomo, Las confesiones de la carne, es la novedad editorial de este año) según un plan que luego cambió por otro muy diferente.
Foucault admiraba mucho los trabajos de Georges Bataille y escribió en su honor “Prefacio a la transgresión”, precisamente para decir eso que se lee en el primer tomo de la Historia de la sexualidad. Cito el “Prefacio”: “Nunca la sexualidad ha tenido un sentido más inmediatamente natural ni ha sido sin duda más ‘feliz de expresión’ que en el mundo cristiano del pecado y de los cuerpos caídos en desgracia”.
El plan original de la Historia de la sexualidad supone una teoría de la transgresión. Las modificaciones posteriores suponen la técnica griega del cuidado de sí, una estética de la existencia. Eribon, biógrafo de Foucault, considera que la deriva está bien, porque la transgresión de Bataille es irremediablemente heterosexista, como la carta visual a Putin que publicó TyC.
Bataille había conocido a Alfred Métraux en 1921. Métraux, especialista en antropofagia tupinambá y director del Instituto de Etnografía de la Universidad de Tucumán, registró en su diario de 1931 que recién en el altiplano boliviano logró comprender la íntima cohesión económica que vincula a toda la humanidad. Se trata de la teoría del don o del potlatch (que había aprendido de Marcel Mauss), un modelo económico alternativo al de las sociedades que conocemos.
Simplificando algo los senderos de la teoría, Foucault no habría llegado a nada sin Bataille, y Bataille no habría llegado a nada sin Métraux, y Métraux no habría llegado a nada sin Tucumán y la antropofagia ritual tupí-guaraní. Ergo: hasta el primer volumen de la Historia de la sexualidad, Foucault es paraguayo. Recién después se vuelve griego.