En épocas de confusión, cuando los sucesos y las decisiones de los que ejercen el poder nos arrojan al mar de las perplejidades e incertidumbres, es un buen método tomar perspectiva, alejándonos de los hechos que nos inquietan.
Por alguna razón el conocimiento de la historia e incluso la reflexión teórica son vistas con desdén por muchos políticos. Les parecen charlatanerías ingenuas que en nada ayudan para comprender lo que nos pasa. Creo más bien, lector, que este rechazo se debe a la ignorancia y a la incapacidad para escapar de la visión inmediata de lo que sucede.
La presidenta Kirchner ha puesto a la Argentina en una situación de incertidumbre sobre lo que nos sucederá. Curioso resultado de la acción de una dirigente que desearía perdurar en el poder y que termina creando un clima en que muy pocos se atreven a sugerir lo que pasará de aquí a algunos meses.
Sus recientes afirmaciones en el sentido de que el Poder Judicial no debe creerse un contrapoder son sorprendentes, en el mejor de los casos. Más bien creo que amenazó a la Justicia, negó los balances y controles republicanos y sugirió que las normas constitucionales no la limitarán. No crea que exagero, y para demostrarlo alcanza la frase lanzada el miércoles por el presidente de la comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara de Diputados: “La Constitución de 1994 murió en 2001”.
No hay, según ellos, división de poderes ni Constitución, por lo tanto, tampoco hay límites al poder arbitrario y a la reelección. Si esto es así vamos hacia una autocracia y, como son muchos los que rechazan a Cristina Kirchner, también podemos estar bordeando el precipicio de los enfrentamientos.
La obsesión de la Presidenta por permanecer en el poder y por ejercerlo arbitraria y unipersonalmente provocarán los resultados inversos a los buscados por ella. Esta será una autocracia efímera pero peligrosa. Como la Constitución es el problema, nada más obvio para estos personajes que “ir por la Constitución”. La señora de Kirchner ha comenzado a recorrer la breve historia de las autocracias rudimentarias.
Ha habido en la historia autocracias extensas, que por décadas controlaron de forma arbitraria la vida de las sociedades. El autócrata, como su etimología lo indica, funda su poder en sí mismo (a veces reconoce que su autoridad proviene de un dios lo que a los efectos prácticos es lo mismo), no reconoce ningún poder superior al suyo y, en general, lo ejerce sin límites y controles.
También hay ejemplos –una plaga de casos– de autocracias breves. Individuos todopoderosos que duran lo que un suspiro en la historia de sus pueblos. Casi todos repiten el mismo error: creen que por estar en el poder, son el poder. De esa manera, las normas, las organizaciones sociales, lo que llamaríamos de una forma amplia las instituciones, representan limitaciones intolerables a sus voluntades supuestamente omnipotentes.
Estos autócratas breves cuyos nombres la historia olvida con la misma velocidad que los crea, ven en la ley, incluso las que ellos podrían dictar para su pleno beneficio, una imposición inaceptable. El Estado de derecho, es decir, la sujeción de los individuos y las organizaciones (incluido el Estado) a las normas, les resulta intolerable. Y así, en su feroz cruzada contra las instituciones y las leyes (es decir lo que impide gobernar a pura superación de caprichos) se van internando en la insensata aventura de dirigir sociedades sin normas, en la que las conductas de los individuos y las organizaciones son impredecibles y anárquicas. Naturalmente creen que la organización de sus gobiernos, por ejemplo la existencia y funcionamiento de un gabinete de ministros, pone trabas a su poder omnímodo.
Toda forma de organización de la actividad humana es sospechosa, incluso las que deberían resultarles indispensables para ejercer el poder. Creen que las instituciones en general son un riesgo y un peligro, puesto que si las dominaran otros, podrían construir desde allí un poder que compitiera con el del autócrata.
En el mundo de las autocracias primitivas las leyes cambian como las nubes (o sencillamente no se las acata), nada es previsible, hasta el punto de que nunca resulta claro lo que es permitido y lo que resulta prohibido. Nada es permanente, excepto la arbitrariedad del soberano. El resultado indeseable para el todopoderoso es que se produce tal caos en la sociedad que en poco tiempo el autócrata se devora a sí mismo.
Una de las más llamativas expresiones de esta manera tosca de ejercicio del poder, la fobia institucional, lleva a que estos personajes devorados por el olvido, ni siquiera estructuren organizaciones para dar continuidad a sus reinados: no hay partidos que garanticen la permanencia de lo que ellos llaman modelo, no hay herederos, no hay nada que pueda producir una sombra de competencia o limitación.
Esto no tiene que ver con la ferocidad del autócrata sino más bien con su espíritu elemental, con sus temores primarios y, por supuesto, con su ignorancia de la historia, es decir, de los hechos del pasado de los hombres.
Note lector, que los terribles y temibles criminales del siglo pasado, lejos de huir de las instituciones, se basaron en ellas. Los años de gobierno de Hitler vieron multiplicarse una multitud de formas organizativas e institucionales, para asegurar que su poder se ejerciera más eficazmente. Joseph Stalin creó complejas estructuras, con poder, para estar en condiciones de ejercer el suyo de manera absoluta. La intrincada trama organizacional del Estado soviético y de su partido comunista fueron la base de su poder unipersonal y de su permanencia en el poder.
Los ejemplos se despliegan a lo largo de los siglos. En el siglo XVII, Luis XIV gobernaba con un sofisticado sistema institucional que le permitió inventar su histórica frase “el Estado soy yo”. El rey sol, arquetipo del poder absolutista, fue rey de Francia durante 72 años y se cree que dijo antes de morir “yo parto; pero el Estado quedará por siempre”, lo que equivale a decir que el Estado, la más compleja de las instituciones sociales, había sido creado por él para devenir su heredero. Parecido a la Presidenta, quien ahora parece más selectiva en sus objetivos; ya no “va por todo”, ahora “va por la Constitución liberal” y por las instituciones de la República, también liberal. O acaso lector, dónde nacieron estas formas que la sujetan, que le impiden quedarse para siempre en el poder, sino en Caseros, en el triunfo de aquellos horribles liberales.
Este será nuestro próximo escenario, para el cual sería útil que los partidos republicanos se preparen. Tendrán el inmenso desafío de resistir el intento de barrer con la República y a la vez fortalecer a la democracia en su método para contraatacar.