El 3 de diciembre de 1990 es un día que merece memorarse a conciencia en la Historia Argentina. Ese día el Ejército Argentino terminó con protagonismos individuales, con los autores de inconductas recurrentes, con el cacicazgo, con el faccionismo y con las disensiones internas que habían convertido a las Fuerzas Armadas en un partido militar.
Mientras los motines y sublevaciones militares de Semana Santa (15 / 19 abril 1987), Monte Caseros (16/18 enero 1988), y Villa Martelli (2/4 diciembre 1988) finalizaron con negociaciones y pactos con los insurrectos, en la de 1990 el resultado fue la rendición incondicional.
Disiento respetuosamente con dos prestigiosos y reconocidos historiadores argentinos en el sentido de que el presidente Menem fue quien “logró la subordinación del Ejército al poder civil”. Lo hicieron sus hombres de todas las jerarquías, que ejercieron una acción de mando y un liderazgo que no se había visto nunca hasta entonces. No fue poco el gesto del entonces Presidente quien –en esta oportunidad– respaldó a los mandos militares y no admitió negociaciones marginales de algunos de sus colaboradores, ni mucho menos respaldó abiertamente a los amotinados contra el gobierno del presidente Alfonsín, como había ocurrido anteriormente en Villa Martelli. En esta última y definitiva crisis militar, más de 150 participantes habían sido indultados, en 1989, por las sublevaciones anteriores.
Aún recuerdo las palabras del doctor Rodolfo Terragno (Clarín 5 diciembre 1990): "Este alzamiento muestra que cuando se indulta, se refuerza la imagen de impunidad". ¿Los motivó y obedeció a que se sintieron defraudados por promesas incumplidas a las que creían haber llegado con Menem? Muchos opinan que sí, pero yo no podría asegurarlo.
Creo que fue algo sin duda bastante improvisado, desviadamente ideologizado, anárquicamente conducido, y que jamás apreciaron la reacción de una Fuerza cohesionada, disciplinada y – salvo excepciones– profesionalmente conducida en todos los niveles y comprometida con el orden constitucional.
Durante más de 25 años, como a toda la sociedad argentina, aún nos embarga el dolor de los padres, las esposas, los hijos, los hermanos y los amigos de todos los afectados, y más aún de los indefensos civiles. El peso de los 14 muertos y un centenar de heridos y mutilados todavía nos sacude. La noche del 3 al 4 de diciembre de 1990 teníamos la plena convicción de que habíamos cumplido con nuestro deber de soldados, en salvaguardia de las instituciones de la República y de haber insertado–definitivamente– a la Institución al gobierno civil; pero nos costaba comprender cómo se había llegado a tan absurdo enfrentamiento interno, donde la disciplina fue quebrada por la intolerancia, acicateada por la irresponsable ambición de quienes no vestían uniforme, pero nos hicieron vivir la última y cruenta jornada de luctuosos enfrentamientos, entre otros: algunos políticos, empresarios, sindicalistas, militares retirados y periodistas.
Luego vivimos una extraña paradoja: mientras militares comprometidos en aquella asonada fueron juzgados con todas las garantías constitucionales y cumplieron duras condenas – como Seineldín, que pasó 12 años en prisión– los civiles instigadores gozaron de un cómodo anonimato.
Otra paradoja se concretaría a fin de 1990: los indultos a las Juntas Militares, beneficiando entre otros siete a Massera y Videla, que solo llevaban cumplida una condena menor de seis años. No es un hecho menor recordar que en este episodio, como en los motines anteriores, ni siquiera los más acérrimos participantes reivindicaron al autodenominado y triste Proceso de Reorganización Nacional.
Estoy convencido de que ese día fue un punto de inflexión en nuestra historia política y marcó la definitiva inserción de nuestras Fuerzas Armadas en las instituciones republicanas. Y además, que ese día comenzó algo diferente, lo que siempre ocurre en cada momento de cambio histórico fundamental.