Me gustan las personas cuando vienen en forma de libros.
Luis Chitarroni
Esto ya fue dicho en parte en otras partes, así que, escrito ahora, en otro espacio, es distinto. Lo conocí hace casi cuarenta años, en una nota a escritores jóvenes que organizó Jorge Dorio para el extinto diario Tiempo Argentino. Alan Pauls (que por entonces intentaba un sinóptico bigote; el recuerdo puede ser falso) y yo, fuimos juntos al encuentro. Para mi bochorno, en esa nota-presentación sólo pude fraguar alguna cita mal recordada. Alan, ya entonces de excelente formación cultural, estuvo brillante, y ahí estaba también Luis Chitarroni, más que esquivo oblicuo, présbita (o miope), destilando sotto voce alguna que otra joya paradójica de su perplejo alhajero. Recuerdo que pensé: “¡Qué tipo inteligente!”. Siempre fui admirador de la inteligencia ajena –arte de las compensaciones y rudimento de astucia y de criterio– y lo primero que advertí es que esas pinceladas de acierto, diseminadas con discreción de esteta y precisión epigramática, revelaban una mente de primer orden.
Ahora que la pasión por las boberas de la tecnología nos arrodilla ante la pleonástica Inteligencia Artificial –destinada a producir, entre otras catástrofes previsibles como la desocupación en masa y el fin de la humanidad, libros peores aun que los que mayormente se publican–, es bueno contar cómo funcionaba esa mente: como una red de ampliaciones constantes. Luis, como Borges –a quien más de un detalle lo une–, era un milagro de expansión y articulación salvaje de conocimientos y de citas; solo que Borges obraba como un acuñador y un reducidor avaro, que extraía pequeñas piezas de oro de sus lecturas para condensarlos en sus propios libros, y en cambio Chitarroni era un ejemplo de la generosidad barroca que se despliega sin pensar en la pertenencia de sus posesiones. Además, Borges era una especie de súper-didacta, escribía mostrando cómo se escriben cuentos a su manera, y en cambio Luis gozaba en la remisión recóndita y la cita inescrutable.
Una amiga de ambos, con la que se carteaba o maileaba a diario, me contó que cierta vez Luis le confió, aliviado: “Usted me entiende”. Yo, debo decirlo, más de una vez le respondí lo mismo, luego de haber googleado su arte de referencias y encontrar, en jubilosas ocasiones, lo aludido. Alguna vez nos propusimos escribir algo a dúo. La densidad alambicada de su estilo volvía dificilísima la continuación en términos de prosaica prosa. En cuanto a imitarlo… Hoy, en la Argentina, imitar o corregir una página de Borges, Cortázar, Saer o Lamborghini (para citar solo a lustrosos muertos), no es tan difícil. Imitarlo a Chitarroni, en cambio, es imposible. Para escribir como él había que ser él, y el molde se rompió.
La historia de una amistad no puede ser contada porque está hecha de interrupciones temporales que el recuerdo zurce; en cambio el relato propone la ilusión de lo sin fisuras. ¿Pero desde cuándo la palabra refleja las cosas y se hace cargo de lo inexpresable? De hecho, en la deriva de los días… La última vez que lo vi en posición erecta fuimos caminando despacito hacia un bar en las cercanías de su departamento, y durante dos horas evocamos los tiempos idos; con cierta consternación, nos dimos cuenta que la mitad de los nombres huían a los reclamos de la memoria. Pero antes... antes estuvo la vida y dimos talleres literarios y quien quiera saber de qué se trata el estilo cuando no se canjea con ninguna oferta espuria puede leer su libro de cuentos y sus dos novelas y sus ensayos críticos, basta con escribir “Luis Chitarroni” en la computadora.
Hace un par de años dimos un curso en el Malba, que se llamó, por supuesto, El caos. Fueron dieciséis charlas donde tratamos de abordar toda la literatura y sus problemas y fracasamos dichosamente. Desde que Luis murió, estoy revisando esas conversaciones, con fines de publicación, restituyendo títulos, quitando repeticiones... Noche tras noche escuchó la voz de Luis que deriva hasta extraviarse en la felicidad de sus asociaciones, en la generosidad de su inclusión. En esa cita de fantasmas escucho su voz, rica en matices, sonora, tan viva y no puedo menos que preguntarme por qué cedió, por qué se entregó a la obstinada solicitud de la innombrable.