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Una Argentina bomba

Cuál Kirchner? Hay que escucharlo atentamente y luego leer las desgrabaciones. Después de todo, es el Presidente, no uno que habla en un café con amigos. El jueves 12, por ejemplo, fue sereno y amable. Dio 15 por ciento de aumento a los trabajadores del plástico y lo celebró recibiendo en la Casa Rosada al caudillo del gremio, un hombre de los ’90, el ex menemista Vicente Mastrocola.

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Cuál Kirchner? Hay que escucharlo atentamente y luego leer las desgrabaciones. Después de todo, es el Presidente, no uno que habla en un café con amigos. El jueves 12, por ejemplo, fue sereno y amable. Dio 15 por ciento de aumento a los trabajadores del plástico y lo celebró recibiendo en la Casa Rosada al caudillo del gremio, un hombre de los ’90, el ex menemista Vicente Mastrocola.
Allí, distendido, declaró: “no hay que tomarlo con dramatismo, con conflicto, porque haya discusión. Va a haber discusión todos los años, está bien que se discuta y tenemos que acostumbrarnos a que eso ocurra en la Argentina”. Como si no alcanzara, desmintió a los que critican su irascibilidad y fue por más: “hay que tener responsabilidad, mesura, ganas y entender que se discute con la tensión del crecimiento”. Finalmente, sinfónico, exclamó: “en la democracia no hay que tenerles miedo a las diferencias, a las distintas ideas”.
No participó del homenaje a los caídos en las Malvinas, ni acompañó a las víctimas de las inundaciones, pero sí fustigó días atrás, algo habitual, a su enemigo principal, los periodistas. El Presidente sorprende. Además, angustia. Nada bueno puede provenir de un funcionario que fuga siempre hacia delante y oscila entre su melosa auto descripción como tipo afable, autocrítico y abierto y quien, fase ya no tan oculta de su personalidad, aborrece intensamente a quienes lo critican.
Aplica a la política un rasgo típico de la inmadurez emocional, siempre las “culpas” de los propios problemas y conflictos son de “afuera”. Despojado de todo intento de hacerse cargo de sus visibles limitaciones, levanta su dedo admonitorio. Se ceba con quienes se dedican, precisamente, a contarle a la gente, entre otras cosas, qué sucede en el gobierno, los periodistas.
Se desvive por hallar argumentos hirientes contra los profesionales de la información. Hace ya un par de años dijo en público que los periodistas eran “unos pobres tipos”. Y añadió entonces: “la verdad, me dan lástima”. Pero no era cierto: no le dan lástima, los desprecia y solo los admite cuando abandonan su profesión y se convierten en funcionarios-vasallos. La semana pasada ametralló con invectivas a su objetivo más despreciado, los medios.
A días del asesinato en Neuquén de Carlos Fuentealba, sostuvo que “por pensar de una determinada forma, fue fusilado y eso no debe ni puede pasar más en la Argentina”. Calificó el crimen de “hecho lamentable, como fue en su momento (los de) Kosteki y Santillán”, piqueteros asesinados por policías bonaerenses en Avellaneda el 26 de junio de 2002.
Según el Presidente, en la Argentina “se fue construyendo una doctrina de la seguridad nacional bis”, para justificar la represión frente a las demandas sociales, y, como siempre, responsabilizó por eso al diario La Nación. La llamada doctrina de la seguridad nacional, oportunamente conceptualizada por teóricos de Washington y producto de la estrategia de “contención” y guerra fría frente al comunismo, fue la ideología de los ejércitos americanos y sus dictaduras que les dio armadura doctrinaria para reprimir a los ciudadanos de esos países, estigmatizados como enemigos de una difuminada “seguridad nacional”.
Se ufanó entonces de que él había enfrentado “miles y miles de manifestaciones” y recordó que se lo había criticado como “muy permisivo, que no aplicaba la ley y la autoridad”.
El Presidente concibe que “es preferible aparecer como permisivo” y propone el siguiente modelo de acción: “hay que salvaguardar la vida antes que hacer ninguna demostración de esta doctrina de seguridad nacional dos, que considera que para ser buen gobernante hay que andar con un palo en la mano. El Estado tiene que ejercer la seguridad con responsabilidad”.
Como es rutina, utiliza anuncios de obras, viviendas y cloacas para hablar de todo menos de lo que formalmente requiere su presencia. Lo hace porque se considera un transgresor. Al anunciar un plan de viviendas para Tucumán, tras diez días de reposo en El Calafate, luego del asesinato de Neuquén y de su faltazo del 2 de abril en Tierra del Fuego, “atendió” a sus enemigos favoritos: “algunos periodistas capitalinos se tienen que acostumbrar a que yo hablo desde cualquier lugar de la Argentina”, se ofuscó, incomprensiblemente.
En verdad, como ha sucedido cada vez de las muchas en las que la Argentina se incendia, el Presidente no habló ni se mostró. Mandó a decir que estaba “dolorido”, pero ni su voz ni su imagen aparecieron. En la gendarmerizada Santa Cruz es imposible acercarse al Presidente. Abrió el paraguas. Sabe que la amarga medicina que tuvo que digerir Sobisch en Neuquén, también lo acecha en su provincia natal y por eso aclaró que “no siempre el que peticiona o pide tiene razón”. Ahí estrenó su nueva consigna: argumenta que en el país hay una “tensión del crecimiento”, diferente de la “tensión de la exclusión” vivida durante la crisis. La misma frase repiten sus ministros candidatos, Filmus y González García.
“La Argentina empieza a salir del infierno, no hay que alarmarse que la gente se exprese”, agregó con singular sintaxis y luego avisó: “por muchos años va a haber cierto nivel de conflictividad social.”
Pero, tras exhibir edulcorada capacidad de comprensión de conflictos sociales, desnudó la irritación que le causan las opiniones diferentes. Piensa que con él comenzó la historia (“¿qué gobierno nacional se preocupó antes por los sueldos docentes o la Ley de Educación”?). Lo saca de quicio que no le acrediten valores que él cree encarnar.
Es un clásico: cada vez que encuentra piedras en su ruta, echa mano a su cartuchera dialéctica y castiga a los medios. Cuando castiga, amenaza. Es infaltable que muestre una carpeta, donde parece insinuar que se guarda algún protocolo siniestro para hundir a la Argentina. En tales carpetas anidan misterios insondables. Hurga en las vidas de periodistas renombrados, monitoreados por los servicios de inteligencia. Busca recortes viejos que los presenten como esbirros de la dictadura militar y de la represión ilegal.
Claro, el Presidente, cuya última “entrevista” radiofónica fue con conocidos luchadores por los derechos humanos y proverbiales defensores de la democracia que parlotean diariamente por la híper kirchnerista Radio 10, solo fulmina a quienes no arreglan. Los que sí lo hicieron, los peores, más corruptos y más siniestros, están dentro del paraguas oficial. La Casa Rosada sabe quienes son “amigos”·y quienes no, aunque entre los primeros haya esbirros de Massera y ujieres de Menem en el pasado reciente.
El Presidente esgrime esos “archivos” como pruebas irrefutables del crimen, aunque sea carne podrida impresentable, indigna de ser arsenal dialéctico de un presidente. Recita el viejo evangelio de la izquierda tradicional: los periodistas deben desembarazarse de sus patrones, hacerse el hara-kiri por “cómplices” de lo peor, y vivir en estado perpetuo de auto condena. Aunque él, naturalmente, debe ignorarlo (estudiar historia contemporánea no es su pasatiempo favorito), ¿insinúa una Argentina al estilo de los juicios de Moscú, en la Rusia de los años ’30 durante la tiranía de Stalin? ¿O preferirá las vergonzosas “autocríticas” del poeta cubano Heberto Padilla en La Habana de los años ’70?
Con verbo encendido pide autocrítica y ahora, además, abusa de los trabajadores de un gremio castigado y desjerarquizado, el de prensa, pidiéndoles que se rebelen contra sus patrones. Impostura: ¿alguien podría intentar ese modelo en medios oficiales u oficialistas, como Radio Nacional, Télam, Página/12, Radio 10 o Canal 7?
Aprendiz de brujo o mago consumado, el Presidente pide una rebelión de periodistas, pero los descalifica con epítetos monumentales. Cree que si no existiéramos, la Argentina andaría bomba. Tal vez tenga razón.