De repente, en medio de los tiempos tempestuosos que atraviesa, el oficialismo recibió una caricia. Lo tomó por sorpresa. Pero, en la noche del sábado, algunos funcionarios no podían ocultar su reservada satisfacción por la muchedumbre que se congregó en diferentes puntos del país, con epicentro en la Capital, en respaldo al Gobierno.
La alegría se entiende. Ningún integrante de Cambiemos quiso jugarse a apoyar en público la convocatoria, iniciada y replicada desde redes sociales que recibieron respaldo de cibermilitantes macristas. Esa cautela obedecía a una lógica política. Cualquier posible fracaso en el número de concurrentes engrosaría las dificultades oficiales, en un terreno donde venía perdiendo por goleada: la calle. Justo en momentos en que sucesivas movilizaciones sociales y sindicales lo tuvieron en la mira, y antes de que la CGT realice con descontada adhesión su primera huelga general al Gobierno.
El 1-A altera e interpela ese esquema del macrismo, según el cual la mayor movilización se construye a partir de irles a tocar timbre a los ciudadanos. Reabrirá, por tanto, uno de los debates internos que tiene, en relación a si la “nueva política” que tanto se declama debería abjurar de todos los instrumentos de la “vieja política”. Peronismo incluido.
Convendría, sin embargo, que el oficialismo no cediera a la tentación esquizofrénica de considerar que hay marchas buenas y marchas malas, como seguramente creen muchos de los miles que salieron ayer a las calles. Semejante validación, propia de una grieta que intencionalmente no se cierra, contará con la recarga de ciertos medios de comunicación y líderes de opinión.
Habrá que ver si este soplo de aire fresco que recibe la gestión macrista no sólo le da aire para las peleas que vienen, como las legislativas. Acaso lo envalentone a decisiones más drásticas, hasta ahora gradualmente postergadas.