El coronavirus infectará gran parte de la población del planeta, matará a decenas de miles de personas en el mundo y derrumbará la economía internacional. Se trata, seguramente, del desafío más importante que ha enfrentado esta generación. Pero, lamentablemente, la dirigencia mundial no parece estar a la altura de la histórica amenaza. Una crisis global requiere un liderazgo global. Tenemos la crisis. Falta el liderazgo.
Es alarmante la respuesta que hasta ahora han venido dando los gobiernos de Estados Unidos, China, Rusia y Europa al reto que presenta el Covid-19. Los principales países del mundo están manejando una crisis internacional en forma individual. El cierre de fronteras, la expulsión de extranjeros y la xenofobia pueden calmar las conciencias nacionalistas pero nada hacen con la pandemia. Para poder derrotarlo, el virus debe ser combatido con coordinación, solidaridad y cooperación internacional. Pero nada de eso se está observando en estas horas.
Estados Unidos debe asumir su histórico protagonismo para ayudar a resolver los problemas mundiales. Pero, desde que Donald Trump asumió en la Casa Blanca, ha renunciado al rol que ese país tiene por peso propio en el mundo. Trump llegó a Washington gritando “America first” y terminó dañando la relación con el resto del mundo, incluso con sus principales e históricos aliados. El presidente de los Estados Unidos sostiene que el “virus chino”, así llama al coronavirus, es un problema que ocasionó China y que debe resolverlo China. Solo los necios tienen la capacidad de negar lo innegable.
China siente que su orgullo de potencia milenaria ha sido herido y asegura que fue el ejército de los Estados Unidos el que implantó el virus en Wuhan. Pero nada dice Xi Jinping en torno a las dudas que aún persisten sobre la responsabilidad de Beijing en el origen del flagelo: por qué se ocultó la magnitud de la tragedia y se demoró el aceso a la información, mientras se amenazaba a los médicos chinos que rápidamente alertaron sobre la gravedad de la pandemia. El secretismo del Partido Comunista chino es tan omnipresente como el arroz en las comidas de ese país.
Rusia se ha convertido en la reencarnación más cruda de la imaginación orwelliana. No es la URSS, sino el gobierno de Vladimir Putin el que mejor representa la distopía de 1984 en la actualidad: el presidente ruso acaba de implementar una serie de reformas que le permetirán perpetuarse en el poder. Imperio zarista, Unión Soviética y Putín: lo único que perdura en Rusia es el autoritarismo. En ese marco de desinformación, el Kremlin advierte que la epidemia está controlada y no causará muchas muertes en Rusia. Las pocas voces disidentes aseguran, en cambio, que la mentira se expande por Moscú con mucha más facilidad que el virus.
Para contener esta pandemia se necesita distanciamiento
social entre la población y contacto fluído entre los líderes.
Europa, el continente que más experiencia tiene en cerrar fronteras a extranjeros, ahora aplica la misma receta pero, esta vez, para impedir el paso a los propios europeos. La alemana Angela Merkel, el italiano Giuseppe Conte, el británico Boris Johnson y el francés Emmanuel Macron compiten por el tamaño del candado que ponen en la puerta y la sólida hermandad europea, que había sido gestada tras el genocidio del nazismo, se desplomó en muy pocos segundos. Sólo quedan escombros de los ladrillos de fraternidad sobre los que se había construido la Unión Europea.
En América Latina la amenaza puede ser aún gigantesca si no se detiene la irracionalidad de Jair Bolsonaro o la ingenuidad de Andrés Manuel López Obrador. El brasileño no logró comprender aún la complejidad que se avecina y el mexicano sigue mostrando su desconcierto mientras el virus avanza. Por cantidad de población y falta de infraestructura, Brasil y México podrían convertirse en los países más desvastados del mundo si no se invierte el rumbo de acción.
Mientras que en Medio Oriente, Israel y los países árabes siguen enfrentados como si la pandemia fuera una disputa religiosa o una más de sus interminables conflictos geopolíticos. Y los gobiernos africanos demoraron la toma de medidas porque el continente se había mantenido aislado al flagelo pero ahora los países de Africa podrían colapsar por la debilidad de sus sistemas de salud.
La crisis es grave, muy grave, pero parece que los líderes mundiales no lo han avertido cabalmente. Con 172 países afectados, ¿por qué la Organización de las Naciones Unidas aún no convocó a una cumbre de emergencia? Con más de 300 mil infectados y más de 13 mil muertos, ¿por qué el G20 todavía no agendó una reunión urgente? Con una recesión mundial en ciernes y una debacle que podría ser superior a la de 1929 y 2008, ¿por qué no se hizo el llamado a un nuevo Bretton Woods que permita redefinir la economía diezmada que surgirá tras la epidemia?
Es cierto que los principales aeropuertos del mundo están cerrados y los que permanecen abierto son foco de contagio, pero estamos hablando de los jefes de Estado de los más importantes países del planeta: seguramente no tendrán problemas de wifi para conectarse a cualquier parte del mundo para encontrarle una salida a esta tremanda crisis.
Lo que haga, o deje de hacer, la elite política del mundo en las próximas horas definirá el destino del planeta por los próximos años. Esa es la delicada síntesis que atravesamos: para contener esta pandemia se necesita distanciamiento social entre la población y contacto fluído entre los líderes.
Argentina es, hay que decirlo, un ejemplo a seguir: todos los partidos políticos han dejado atrás sus diferencias para superar la pandemia. Y eso es algo que debería replicarse en todo el mundo. Si los líderes argentinos pudieron saldar su grieta, el mundo también puede, y debe, hacerlo.