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Una lección de arquitectura

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Mi mejor amigo se llama Alejandro Lingenti. Ha coescrito dos obras de teatro y en ese caso, se llama Alejandro Linshespir. Ha codirigido una película y entonces se llama David Lynch-Enti. El me contó hace muchos años esta anécdota que siempre recuerdo. Estaba cubriendo el festival de cine de La Habana y acababan de proyectar Rapado, de Martín Rejtman. Cuando salieron de la sala, se lo cruzó a un productor de las películas de Leonardo Favio. Ambos intercambiaron la misma frase: “Qué increíble”. Pero el productor de Favio pensaba que era increíble que una mierda como esa fuera considerada cine, Lingenti, en cambio, pensaba que había visto una película inusual, renovadora para el cine argentino. Hace unos días, abrumado por el calor intenso, busqué refugio en un libro blanco que estaba en mi casa, entre los libros de Guadalupe. Era Rapado, de Martín Rejtman. Nunca vi sus películas, nunca lo había leído. Empecé. Los primeros cuentos parecen bocetos. Me vino a la cabeza la frase del productor de Favio. Los personajes son adolescentes, de clase media, usan zapatos náuticos. El narrador los relata de manera impasible. Los teléfonos todavía se ligan, no hay televisión por cable, ven canal 13. Entran y salen de discotecas. Rejtman le da tanta importancia a describir mínimamente lo que siente un personaje como a describir la valija que se lleva la madre de uno de ellos cuando se va de viaje: “Lleva apenas una valija, imitación Sansonite no muy grande, de plástico gris”. Lo que se muestran son retazos de vida, sin epifanías, sin finales reveladores, los relatos son como esas películas que vemos por la mitad mientras hacemos zapping en el cable, buscando algo que nos interese. No pasa nada, no pasa nada, dice el lector, pero empieza a pasar todo. Rapado, el libro, es una lección de arquitectura. Todos los que quieren escribir, los que escriben, los que piensan escribir alguna vez, deberían leerlo.