Me crucé en la Feria del Libro con una ensayista que valoro y respeto intelectualmente. Con una elegancia no exenta de ironía, deslizó un comentario crítico sobre mi columna de hace dos semanas, en la que daba cuenta de Hacia una vida intensa. Una historia de la sensibilidad vitalista, de María Pía López, editado recientemente por Eudeba. Según mi interlocutora yo había sido injusto con el libro –al que sin embargo había elogiado– ya que le había dedicado poco espacio (la segunda mitad de la columna) y lo había usado como excusa para poder hablar de otro tema (que ocupaba la primera mitad) como es la evidente relación malsana entre medios y política. Pasado el primer momento de gran sorpresa y leve terror al enterarme que mi interlocutora leía mis columnas (siguiendo con las confidencias, esto me recuerda una perfecta frase dicha por Luis Chitarroni, al momento de la firma del contrato de Peripecias del no: “La mejor forma de pasar desapercibido es publicar mucho”) releí el artículo. Pues, tenía razón (ella y no yo, por supuesto). Así que vuelvo al libro de López, hay que ser justo con un gran ensayo.
Hacia una vida intensa renueva la forma en que pensamos las décadas del 20 y 30 en la Argentina. Tiempo crucial (como todos, pero más que todos) porque allí están las vanguardias y la llegada del fascismo, el primer golpe de Estado y las grandes migraciones internas que van a terminar en el peronismo, la nueva literatura que da cuenta de los cambios urbanos y el fin del ciclo abierto con la generación del 80. Si hay que ubicarlo en alguna perspectiva, el libro de María Pía López permite ser leído en diálogo crítico con Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, de Beatriz Sarlo, publicado en 1988, seguramente el otro gran libro sobre el tema. Pero mientras Sarlo (deudora declarada de Marshall Berman y de Carl Schorske) piensa a la ciudad imbricada con los textos, es decir, a la urbe en su dimensión teatral, cartográfica, casi visual (así comienza el libro, hablando de Xul Solar: “Las figuras masculinas y femeninas suman elementos geométricos planos: círculos para las cabezas, rectángulos para los cuerpos y las extremidades”) que, en última instancia (o mejor dicho: en primera instancia) repone para la Ciudad la noción de escenario público (“Buenos Aires: el gran escenario latinoamericano de una cultura de mezcla”); López da un salto epistemológico (un quiebre) y propone pensar la Ciudad bajo la noción de “atmósfera”: “El vitalismo tuvo más de atmósfera que de sistema”. El vitalismo no aparece como un actor más en el escenario argentino, sino como una forma de respiración, como un “clima inasible”, un “momento fluyente”. Y en ese flujo, López presenta otra galería, otro repertorio: nombres algo olvidados (Deodoro Roca, Julio Molina y Vedia, o hasta Carlos Astrada, sobre el que se abate el fallido intento por ser recuperado cada cierto tiempo), revistas menores (no Martín Fierro, o mejor dicho, no sólo Martín Fierro, sino también Sagitario, Inicial, Sustancia), restos arqueológicos (la librería Samet, la redacción de Crítica, la Peña del Tortoni).
Pero también, y sobre todo, López piensa al vitalismo de otra manera, lo concibe de otro modo, como una especie de vitalismo otro: “el vitalismo, en sus tonos predominantes, no es afirmación de lo dado, sino una virtualidad que permitiría otro devenir”. Por un instante –pero un instante crucial–, el vitalismo para López roza la herencia romántica, como si fuera posible –vaya paradoja– un vitalismo oscuro, nocturno, un vitalismo de perdedores: “El escritor vitalista, como antes el romántico, tiene los oídos prestos y la sensibilidad agudizada para comprender el sollozo de la naturaleza. Aún en los momentos más afirmativos (…) hay un dejo de nostalgia”.