La pandemia no terminó. Verdad de Perogrullo, por cierto, pero no parece serlo para un indeterminado número de comunicadores (periodistas y no) que están jugando, por estos días, a un extraño juego mezcla de turismo con salud, de vacunas con política, ciencia con conflictos de baja intensidad. Esto es peligroso porque, como dije, la pandemia no terminó y la responsabilidad de quienes ejercemos este oficio se potencia aunque haya estadísticas gratificantes, optimismo en alza y decisiones que florecen con una primaveral apertura hacia el retorno a la normalidad.
En los últimos días hemos asistido a un debate que, dadas las actuales circunstancias, nos compromete a extremar el aporte de información y a marginar en gran medida los comentarios, análisis, comparaciones que rodean la principal enemiga del covid-19: la vacunación masiva, generalizada. En cierto modo non sancto, se ha vuelto a la polémica original en torno a la primera vacuna aplicada en estas tierras, Sputnik V, creada y producida en los laboratorios Gamaleya de Rusia por vía de algunas de sus sedes y –también ahora– en la Argentina. No curiosamente, esa polémica (que no es generalizada, ni tan seria, ni tan efectiva) no se vincula con los resultados sanitarios de su aplicación sino con una consecuencia no deseada aunque sí previsible: que países centrales donde se producen otras vacunas de otras marcas en laboratorios tan prestigiosos como el ruso no permiten hoy el ingreso a sus territorios de viajeros vacunados con el producto de Gamaleya. Y se citan dos elementos para fundamentar esa prohibición: que la Sputnik V no tiene la aprobación de la FDA (Food and Drug Administration, organismo que regula la circulación de medicamentos y alimentos en Estados Unidos) ni de la EMA, Agencia Europea de Medicamentos. En Estados Unidos tampoco se aceptan como válidas las vacunas Novavax (Estados Unidos-India), Abdala (Cuba) y Soberana (Cuba).
Hasta aquí, información pura y dura. A la que quiero agregar los vaivenes que rodean la gestión de la Organización Mundial de la Salud. Cuando todo parecía llevar a una aprobación plena de la OMS tras los pasos dados por el Gamaleya, saltó en la última semana el resultado de un estudio realizado en uno de los laboratorios del emporio ruso: se encendió una luz amarilla por presunción de contaminación cruzada en la producción o envase de las vacunas Sputnik V. Hasta el viernes, la autoridad sanitaria rusa no confirmó ni desmintió la advertencia de la ONU, formulada por el subdirector de la Organización Panamericana de la Salud, el epidemiólogo brasileño Jarbas Barbosa: “La oferta de Rusia para la autorización de emergencia se ha suspendido después de que se descubrieron varias infracciones de fabricación durante una inspección de la OMS en Rusia en mayo”. En octubre, la OMS volverá a inspeccionar el laboratorio cuestionado, Pharmstandard, en la localidad rusa de Ufa.
En buena parte de los medios argentinos –en especial televisión abierta, señales informativas de cable y portales– estos datos dieron pasto a debates poco aclaratorios y mayoritariamente sesgados por las posturas enfrentadas por la grieta, como si la crisis sanitaria motivada por la pandemia pudiera ser aplicada, una vez más, a solventar posiciones enfrentadas por razones políticas. Salvo excepciones (Fernán Quirós, ministro de Salud porteño, entre ellas), se ha caído en una guerrilla de declaraciones que solo motivaron –y siguen motivando– un rebrote de la desconfianza de buena parte de la sociedad argentina respecto de las vacunas en general y la Sputnik en particular.
No es tiempo de plegarse a ello, se tenga la postura que se tenga: vacunarse es un derecho y una obligación: derecho a no enfermar, obligación de no contagiar. Lo demás es hojarasca, superficialidad.