Todo depende del estado de ánimo. Y de los anticuerpos. Hay momentos en los que hay que esquivar la agenda. Por difícil que sea tragarse la catarsis de más de un mes. En todo caso, sólo ocasionalmente, uno pasa a ser mejor persona y abandona ese ejercicio de egoísmo impúdico que es tirarles a ustedes parte de esos enojos y esas angustias que activan el instinto del periodista crítico y lenguaraz.
¿Qué más podría decirse que no sea obvio sobre los temas recurrentes de la agenda deportiva? Fabián Vargas decide no llegar a Racing porque un barra de Independiente lo amenaza de muerte en las redes sociales. La AFA decide que San Lorenzo y River den una vuelta olímpica cada uno ochenta años más tarde y consagra a Vélez único supercampeón de la historia. El Aprevide cambia de sigla, esconde inútiles y cómplices y mantiene religiosamente su esencia: no molestar demasiado a los violentos. Ramon Díaz amanece soñando con otro jugador que necesita un equipo que representa a un club que necesita muchas otras cosas antes que otro futbolista. El Gobierno nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires no se ponen de acuerdo para financiar obras que eviten que cada tormenta se viva como una invasión marciana pero van de la mano para organizar Juegos Olímpicos de la Juventud… en un año en el que ninguno de los responsables de gobierno estará en su cargo (bah, eso dice Scioli). Y finalmente supimos que el celular de Dios ya no lo tiene Carlos sino su hijo Mauro.
Todo lo que se insista respecto de estos temas y tantos otros de estas últimas semanas será obvio. Y ser obvio será necesario para que los implicados sientan al menos un cosquilleo a sabiendas de que aún hay tontos obstinados en vigilarlos y contarles las costillas. No será hoy ese momento. Esta tarde, el sentimiento puede más que la catarsis.
Tal vez sea una más de las tantas consecuencias de estar estrenando mi primer medio siglo de vida. Tal vez sea que los fantasmas de las personas inolvidables, o su esencia, jamás se van de los lugares que solían frecuentar. Lo cierto es que volví a un lugar ancestral. Pasé por el viejo quincho. Comprobé que el tanque de agua es el mismo que hace setenta años formaba parte vital del viejo molino que ya no está. Y vi fotos que hasta hace poco estaban guardadas sin que se supiera demasiado si exhibirlas era maravilloso o impúdico. Y mientras caminaba a uno de mis ya infinitos rituales de salubridad física, no conseguía que la piel se me deserizara.
Cada vez que paso por un lugar emblemático, pienso en quiénes pisaron la misma mata de pasto que hoy me toca pisar a mí. Me gusta que eso me pase, aunque a veces sienta que la nostalgia me hace perder un poco más del tiempo que debería. Más en este caso: se trata de un lugar que para mí es el sinónimo de dos personas inconmensurables.
Las dos amaron al rugby más que a ningún otro deporte. De uno de ellos, el más lejano y a la vez el más imponente, solía decirse que era poco afecto a la higiene: por eso firmaba como Chang-Chou (léase Chancho) sus columnas en la revista Tackle. Unos decían que era wing forward, otros medio scrum, y uno, el más confiable, que era centro. Varios de sus compañeros aseguran que jugando al rugby no se perfilaba como un líder. Y que en aquellos días no insinuó ni por asomo “esas ideas raras que lo llevaron a andar haciendo revoluciones”.
Debe haber muchas cosas escritas sobre el destino circular. Cincuenta años después volví poco menos que a mi lugar de origen. El Atalaya Polo Club dejó de tener caballos para que se jugara al rugby hacia fines de los 40. Supongo que para el desagrado de mi abuelo Aníbal, que fue su primer vicepresidente.
El rugby desapareció un puñado de décadas después. Casi siempre tuvo tenis y desde hace tiempo sus torneos internos de fútbol son un clásico de la zona. Podés sacar pecho diciendo que ganaste un torneo en Atalaya. La pileta es la de siempre. Esa en la que mis viejos me metieron cuando tenía poquitos días, en un seguramente bochornoso verano de 1963.
Aquel hombre de la foto que yo creo se exhibe con orgullo y hasta con la intencionalidad de que su imagen y su nombre sobresalgan respecto de la veintena que lo acompaña, terminó en Atalaya una carrera de rugbier acotada por una familia que se negaba a aceptar que el asma lo liquidara a la salida de una montonera. Por eso huyó del SIC a Yporá. Y luego a Atalaya. Era un buen escondite. Hoy, GPS incluido, no es fácil llegar a esa zona de Boulogne. A fines de los 40 la única certeza era que no te perderías entre las calles que aún no existían.
Hace menos de un año me mudé a una casa a la que sólo una ligustrina separa del club. Y todos los días lo miro con la añoranza de alguien que vivió allí más historias de las que realmente viví. En realidad, vivo las de otras gentes que pasaron cientos de fines de semana en el que, de algún modo, considero mi club; y se bañaron miles de veces en la que, definitivamente, considero mi pileta.
Desde entonces, no hay día que no me asome a la ventana de mi oficina y al costado del córner más lejano e imagine a un Diego Bonadeo de nueve años sentadito al borde del touch esperando que el Che Guevara se acerque a pedirle el Asmopul.
Y tengo mi rato de llorar.
Cómo no abstraerme un momento, entonces, de la agenda miserable si tengo a mano un recuerdo que no viví pero exhibo orgulloso cada vez que puedo. Cómo no irme de viaje de la mano de una historia seguramente real protagonizada por mi viejo y por un argentino al que el mundo considera mito.
A esos millones de seres humanos que darían lo que no tienen por conocerlo, les digo que yo, al Che, lo veo cada vez que quiero. Embarrado. Tackleando fuerte y mal. Como corresponde al único inside con orejeras de la historia